domingo, 2 de octubre de 2016

"Mensaje del Amor Misericordioso: Las responsabilidades de la fortuna"


         Aprendamos de la viuda pobre y su ofrenda, pequeña pero generosa (San Marcos XII, 41-44). Compartir todo lo que Dios nos da divide las penas a la mitad y multiplica nuestra alegría. La limosna no es un acto de desprendimiento: es un compartir de dicha.

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(Meditación íntima)
A LAS MUJERES RICAS.

         Cierto día una de esas mujeres que, según el mundo, no había tenido durante toda su vida más que placeres, y se había visto favorecida entre muchas por la riqueza, el aprecio, el cariño y singulares dotes naturales, y por añadidura se la presentaba a todos como modelo de piedad y caridad; esa dama, llegada al atardecer de su vida experimentó en sí un vacío terrible. Leyó unas palabras del Evangelio y meditando sobre lo que Jesús dijo acerca de los ricos, comprendió lo difícil que para ellos es, si no velan bien sobre sus vidas, el poseer por lo menos el espíritu de pobreza.

         Viendo pasar a un pobre, comparaba sus vidas y pensó en la Eternidad que les esperaba. Se acordó del pobre Lázaro[1] y se dijo: “Mientras organizo fiestas y convites, malgasto sumas considerables en joyas y frivolidades y sostengo por capricho numerosos gastos en vestir y viajar ¿no hay cerca de mi casa pobres y enfermos, testigos de estos dispendios, que gimen de dolor y que tal vez mueren de necesidad?...” Indudablemente, había hecho algunas limosnas con mayor esplendidez que sus vecinos; pero ¿en qué proporción con sus ingresos, con lo que destinaba a sus placeres?...

         Sin duda tenía mano abierta y pronta al que acudía a ella; pero ¿cuál era su pureza de intención?... Lo que daba siempre era una parte muy insignificante de lo superfluo, nunca el fruto de un sacrificio, de una privación… Había vivido en el bienestar y en los pasatiempos, como si la Ley del trabajo y del renunciamiento no hablara con ella. Buena por naturaleza, había practicado el bien, naturalmente, las más de las veces siguiendo su inclinación y su propio juicio…

         Vio su existencia a la Luz de la Verdad; ¡qué superficial era su piedad! ¡qué alejada estaba su vida de la doctrina enseñada por Cristo en su Evangelio! Reflexionó sobre las bienaventuranzas y también exclamó siguiendo a Aquel que le daba la luz: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu!... ¡Bienaventurados los mansos!... ¡Bienaventurados los que lloran!... ¡Bienaventurados los que sufren persecución!... ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia!... ¡Bienaventurados los pacíficos!... ¡Bienaventurados los misericordiosos!... ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Cristo, la guardan y la ponen en práctica!”[2].

         ¡Cuánto más profundamente debieran impresionar esas palabras a esas mujeres ricas, que solo emplean su vida en gozar y no piensan en el papel que tienen que desempeñar en el mundo, ni en su gran responsabilidad ante la sociedad, ni en la responsabilidad de la fortuna, que crea deberes y obligaciones de los que forzosamente habrá que pedir cuenta en el día del juicio!... Vosotras las que gozáis de bienes de fortuna y de una influencia tan considerable alrededor vuestro, acordaos que estos bienes, aunque de orden material, si constituyen un peligro o un escollo, no son malos ni perjudiciales en sí; lo son por el funesto y culpable empleo que podéis hacer de ellos; pueden llegar a ser excelentes instrumentos de Dios, por el buen uso que les deis. Con ellos podréis llegar a ser los auxiliares y agentes de la Divina Providencia y a que el Señor sea bendecido por tantos hermanos vuestros. Si sabéis explotarlos por la gloria de Dios, veréis que lejos de disminuir vuestro gozo, lo obtendréis incomparablemente más puro y mayor. Esto es lo que aprenderéis en estas páginas, cuyo fin es descubriros la Voluntad de Dios y la más pura felicidad.

         Comenzad, pues, esta lectura bajo la protección de María, pidiéndole la luz necesaria para dirigir con acierto vuestra vida y responder generosamente a los designios del Señor sobre vosotras al criaros. Ofrecedle el homenaje de vuestras riquezas, diciéndole:

         ¡Oh Madre! ¡Oh Reina!: enseñadme a usar de los bienes como el Señor quiere… Él me los ha dado; yo se los devuelvo por vuestra mediación… me considero como depositaria de ellos, y de aquí en adelante no quiero hacer nada contrario a su Voluntad. En la posición social en que me ha colocado, quiero ser lo que Él quiere que sea; huir de toda exageración, singularidad, afectación… servir para irradiar su caridad y para excitar a las almas a bendecir su Bondad. ¡Madre llena de bondad! Dignaos pedir a vuestro divino Hijo que me instruya.

         ¡Oh Jesús! Tened a bien darme a conocer y a cumplir vuestra Voluntad.

  Descargar "Las responsanbilidades de la fortuna" por P. M. Sulamitis



[1] Luc. XVI, 19-31.
[2] Matth. V, 3-10; Luc. VI, 20-23; XI, 28.