Hay muchos grados de amistad. Somos amigos cuando amamos, cuando se
tienen los mismos ideales o las mismas inclinaciones del Corazón. – Cuando el
que amamos es bueno, cuanto mejor le conocemos, más lo amamos; porque así fue
formado nuestro corazón, todo bien lo atrae: verdadero o ficticio, según
responda a su deseo o necesidad; o tiende a satisfacerla.
Por eso, hasta el que está dominado por la codicia, por ejemplo: que
se deja arrastrar por todo aquello que crea más propio para satisfacerla.
Pero el alma cuanto más se purifica, más sedienta se halla del
verdadero bien y tanto más desea encontrar la perfección y darse a ella.
El conocimiento de las imperfecciones enfría el amor en esta alma que
busca entre las criaturas alguna que le satisfaga… y no la encuentra.
Pero Jesús habla un día a esta alma de un modo más íntimo (porque Él
habla secretamente al alma por las inspiraciones de la gracia y la luz de su
Espíritu desde que mora en ella) y este día, con tiernas palabras, se le
muestra más claro, más apremiante, más amoroso, más sediento de amor, como lo
hemos visto en el primer día del Triduo; y el alma comprende entonces que hay
un ser en la tierra que, aunque siendo llamado Dios Todopoderoso, recibe
también el nombre… ¡de Dios Amor!... que este Ser, infinitamente grande, quiso
reducirse a nuestra flaqueza para amar y ser amado; para poder vivir con
nosotros en una intimidad verdadera que no excluye el respeto, pero que no
hubiera podido aunarse con el brillante esplendor de su Majestad divina.
Y esta alma comprende ahora la razón de esos divinos anonadamientos…
el Amor es la causa.
El amor ha despojado a Dios de su magnificencia para venir a buscarnos
a nosotros… ¡a mí!... ¡a los demás! ¡a todos!...
Pero, ¡cuán pocos lo comprenden y cuán pocos responden! ¿Quién lo
creyera? Y aún entre las almas que comprenden y que Jesús ha tratado como
amigas ¡qué pocas le son fieles!...
Al menor soplo de tentación, a la más ligera insinuación del enemigo,
desoyen la voz de Jesús, que les repite, como antes a sus Apóstoles: “velad y
orad para que no seáis sorprendidos; velad y orad para que no sucumbáis” – Y
lejos de velar y orar, nos creemos fuertes y parlamentamos con el enemigo; y
Jesús calla… y sufre de nuevo la agonía en que nos tuvo tan presentes… – con
todos los peligros que corremos en este momento.
Se nos traspasaría el corazón, si viéramos los desengaños sin número
que sufre el Amor Divino. ¡Preferencias odiosas… indiferencias… cobardías!
En la balanza de Adán, de un lado estaba la manzana, del otro, la
voluntad de su Dios… en la nuestra, a veces, hay menos todavía… un harapo, un
átomo de basura, de barro o de polvo de oro, – pero polvo al fin. – Una mirada
de satisfacción, una palabra punzante… y todo esto, no una vez, ¡sino cuántas
en el día, dejándonos arrastrar por aquello que es contrario a lo que el Divino
Amor nos pide!
Hay muchos grados de amor, ya lo hemos dicho.
Hasta Jesús tiene sus preferencias: – los sencillos, los pequeños, son
sus mejores amigos, sus preferidos. –
Tiene también luego atenciones inconcebibles y delicadezas
conmovedoras para los amigos recuperados que vuelven a Él.
Tiene, en fin, sus secretos íntimos, de corazón a corazón,
independientes de todo sentimiento y de toda mira – sin demostraciones sensibles
– como no sea un aparente abandono (como el del Padre para Jesús – como el
mismo Jesús lo tuvo hacia María su Madre). – Es un soplo purísimo, un céfiro,
una íntima correspondencia, una luz penetrante que se recibe por medio de un
amoroso asentimiento – un convencimiento sorprendente al que, sin razonar, se
adhiere el alma.
Más frecuentemente es la fe sencilla y escueta en la paz; la alegría
de la verdad en el anonadamiento de la criatura, que se sienta en su lugar,
viendo a Dios puesto en el Suyo, y sabiendo ¡cuán amoroso y bueno es!
Hay muchas clases de amigos, tratados por Jesús de distinto modo; pero
también ellos responden de muy diversa manera. Muchos aman a Jesús por su
propio interés y satisfacción; pero pocos le aman por Él mismo. – Muchos le
aman a la hora de sus atenciones y sus dádivas, en medio de sus alegrías; pero
le abandonan cobardemente cuando los prueba y cuando sufren. – Dicen, como San
Pedro, en el Tabor: “Señor, ¡qué bien se está aquí!”… Quieren estar con Él
mientras multiplica los panes; pero se duermen cuando le ven en la agonía…
Huyen cuando sus enemigos le atacan; se avergüenzan de que los reconozcan como
partidarios y amigos suyos, y tiemblan… se disculpan… reniegan: ¡y cuando le
crucifican y blasfeman, se encuentra Solo
con algunos amigos!
¿Estamos nosotros entre ellos?...
¿Somos amigos íntimos de Jesús, no siendo fieles para las pequeñeces y
no sabiendo sufrir por Él? ¿Cuál es entonces nuestro amor?...
¡Palabras!... ¡sensiblerías!... ¡nada sólido!... ¡nada que valga!...
Determinémonos ya a vivir con Jesús como con un íntimo y verdadero
amigo. – Él nos llamó primero: respondamos nosotros con la confesión de
nuestras flaquezas, ingratitudes y desmayos, pero que el amor domine nuestra
pena y confusión; lloremos nuestras faltas, pero más que por nosotros mismos,
por la pena que causaron a su Corazón, al que tanto hicimos padecer y esperar
¡al que tanto ofendimos con nuestro abandono!... ¡y amémosle!... ¡Que hasta las
faltas de amor nos sirva para animarnos a amarlo más y más!
Hay que amar doblemente, cuando antes se ha amado poco; hay que
duplicar el amor, para repararlo; hagamos, en fin, cuanto se hace cuando se
ama. Desde el primer momento el corazón se siente atraído por su Amado Bien; y
Él arrastra continuamente a la voluntad y al espíritu; porque al pensar en el
Amado, la voluntad se siente constantemente impulsada a complacerlo.
No se mira si existe sacrificio cuando se trata de hacer algo por el
Ser Amado.
Ha habido afectos tan grandes, que hasta hacían perder el hambre y el
sueño, porque el alma ya sólo vivía unida a la de su Amado.
Tales fueron los Santos… amigos apasionados de Jesús.
¡Ah! ¡Todos quisiéramos también serlo!... Jesús, asimismo lo desea;
pero debemos observar, que para que la amistad alcance en nosotros intensidad,
preciso es que el amor que a Jesús le tengamos sea más exclusivo… ¡más
particular!...
No se pueden tener dos amigos preferidos… (a menos de que un mismo
lazo los una); el afecto del uno, perjudicaría al del otro, o por lo menos, lo
debilitaría.
Los Santos sacrificaron, cuando fue menester, todos sus amigos, para
no tener otro amigo que Jesús;… y nosotros, en cambio… hasta a nosotros mismos
nos amamos demasiado, con excesiva ternura, con amor de preferencia… Sí, en
todo cuanto vemos, oímos o experimentamos, siempre parece que una voz secreta
nos dice: ¿y yo?... Y en seguida la
imaginación trabaja… aproxima… reviste… Ese “¿yo?”
se liga a todo lo que se ve, a todo lo que se oye; y siempre busca una
aproximación… un apoyo… una complacencia… Ese “yo” es nuestro mejor amigo. ¡Con qué afán tomamos su defensa, si
lo atacan! ¡Qué indulgencia tenemos para con él!... Siempre hallamos manera de
excusarle; y no toleramos que se le vitupere o se le censure. Si no le estiman
o no le quieren tanto como deseamos, nos compadecemos de él hasta derramar
lágrimas de ternura (o de sensiblería); y si sufre, quisiéramos que todos se
afanasen a su alrededor. Sin cesar pensamos en él, y ponemos toda nuestra
preocupación y nuestro mayor empeño en procurarle algún alivio. Y todo esto lo
hacemos casi inconscientemente de tanto como le amamos.
¿Quién hizo más por su mayor amigo?...
¡Sin duda, no hemos comprendido que ese “yo”, nuestro amigo querido,
lo es también de Satanás; y que, por consiguiente, es el mayor enemigo de
Jesucristo!
¡Si queremos ser amigos de Jesús, debemos renunciarnos a nosotros
mismos!... renunciar a tenerme a mí mismo por amigo, y saber tratarme desde
ahora como a enemigo, colocando a Jesús en mi lugar, para conducirme con Jesús
con el esmero con que me conducía conmigo mismo.
Pidamos a María nuestra Madre (que también lo es de Jesús) que nos
enseñe a hacerlo.
Para amarse es preciso conocerse; verse a menudo, desahogarse con el
amigo, contarle penas y alegrías; tomar parte en las suyas, olvidarse a sí
mismo por Él, supremo y único objeto
de nuestra vida. Cuando el corazón así se entrega, el alma no vive ya en sí; ya
no tiene otras miras, ni otros gustos ni otras voluntades que las de su Amado.
Si en ella reaparece alguna aspiración personal, pronto la sofoca, porque
toda su vida depende ya de la del Rey Divino.
Esa dichosa vida de intimidad con Jesús, es preciso que empiece ya.
Que sea Jesús nuestro único, nuestro íntimo amigo; y amaremos a los demás como
Él los ama, con su propio amor. Vivamos con Él… ¿no dijo ya que “allí donde Él esté, quiere que estén sus
amigos?”.
¡Por Él iremos al Padre, le conoceremos!; y como su alimento es la
voluntad del Padre, ella será también nuestro alimento: oraremos por su
oración; nuestros deseos serán los suyos; amaremos por su amor; y este amor
(con que le amó el Padre) – ya lo dijo – morará en nosotros. No tenemos que
buscarle muy lejos; vive muy cerca Jesús, real y presente; ¡nuestro Dios, el
Amor mismo!
¡Oh, qué vida de intimidad! ¡Qué vida de unión podemos tener con Él…
tendremos un mismo espíritu; imprimirá en mí sus movimientos; sus alegrías,
serán mis alegrías y mis penas serán sus penas; volaré al encuentro de sus
menores deseos y ya no viviré más que para complacerle!
¡En los sufrimientos de mi alma y de mi cuerpo, ya no estaré solo!
¡Todo le pertenece! ¡Quiere que yo complete lo que falta a su Pasión…! ¡Qué
favor tan grande!
Desde ahora, en todo cuanto vea o sienta, ya no me buscaré a mí mismo,
sino a Él… Con qué amor mirare a mis hermanos… por Él… ¡Cuánto desearé el advenimiento
de su Reino de Amor! – ¡Desearé que reine como Él quiere reinar: por medio de
la Caridad! – Para ello tengo que revestirme interior y exteriormente de mi
Dios… que todo en mí hable de Él… – Que con sólo acercarse a mí, le reconozcan
y, de tal modo le imite, que sea su imagen la que en mí vean, cuando me
presente ante el Padre, y ante los hombres: imagen de su Amor Misericordioso. –
Que mi vida sea una continua alabanza –una ofrenda de todo Él–, una
viva acción de gracias y una reparación perpetua de la gloria que le arrebata
el hombre; una súplica incesante para que su Padre le devuelva esta otra gloria
que Él sacrificó y veló por su Padre.
Pero en lo que más se complacerá Jesús, será en un alma infantil y
sencilla que se entregue plenamente y se consuma en el cumplimiento de su
voluntad; un alma cuyo único gozo sea agradarle y satisfacerle, estimándolo
como una merced, aún cuando sea a su propia costa. – Un alma que tenga con
María, como con el Padre Celestial, la confianza de un niño; un alma sencilla,
ignorada, toda escondida en Dios–, sólo conocida de su Sagrado Corazón; cuya
vida sea una continua sonrisa de bondad para atraer a su Amor a los pecadores y
los tímidos: alma que oculte su propio sufrimiento a los ojos de los demás, no
dejando ver más que flores… y respirando sólo amor: un alma pequeñita, que no
sabiendo como mostrarle su amor, se deja llevar de su mano, se abraza y se
adhiere a Él, suplicando al Padre Celestial, que la permita glorificarle.
¡Cuanto más pequeña y miserable se sienta, mayor será su confianza en su
Misericordioso y Divino Amigo, más segura estará de su Amor!
Tengamos la fe firme en Jesús: en el poder de su Amor Misericordioso;
esta fe es su gloria y su alegría. – Recurramos a Él continuamente… Corramos
hacia Él a la menor dificultad que se nos presente.
Es la luz… la riqueza… la omnipotencia…; todo lo que nos falta, se
halla en Él…
Puesto que se rebaja hasta casi mendigar nuestro amor… puesto que nos
ha elegido por amigos…, digámosle con María ¡que Él será nuestro único Amigo! Y
supliquemos a esta buena Madre que nos guarde y nos enseñe lo que debemos hacer
para serlo.
Todo con Él…, nada sin Él…, Todo para Él…, como Él…, en Él…, todo Él…
(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).