Últimas palabras de Jesús en la Cruz
Palabras de Amor
4ª palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
Todo cristiano en la
tierra debe reproducir algún rasgo de Jesús, un rasgo de su Corazón adorable. A
los que más ama les da una parte más íntima de sus dolores. – De todos sus
sufrimientos personales, el más penoso fue, seguramente, el desamparo y
abandono del Padre, cuando, después de haber hecho y sacrificado todo por Él,
buscando únicamente su gloria, ve que el Eterno Padre parece haberle
desamparado, abandonado, tratado como verdadero delincuente…
Había prometido su
Reino a un ladrón convertido, y su Padre parece cerrarle las puertas del mismo
Reino a Él… al que todo lo ha hecho para
de restablecerlo ¿Qué hace Jesús en esa espantosa angustia?...
En el paroxismo de su
dolor –dolor que excede a todo dolor, como su amor excede a todo amor–,
exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
habéis abandonado?”… ¡Oh, cuán luminosa y profunda es esa pregunta con
apariencias de divina queja! No es el por
qué de reproche o de curiosidad, sino el de amor, que indaga la voluntad
del Padre para cumplirla.
¿Por qué?... ¿quería significar: “¿por qué causa me habéis abandonado?”…
o “¿cuáles son vuestros designios de amor en estas circunstancias?”.
¡Oh, no! Es un “por qué” que busca la respuesta, no
para darse satisfacción a Sí mismo, sino para dársela más completa a su Dios…
Y la respuesta divina
se oyó en el silencio… Jesús debía continuar su obra en nombre de toda la
humanidad. Dentro de su Corazón, llevaba a todos los que viven bajo el peso de
ese amargo y extremo sufrimiento. ¡Era preciso que en aquella hora consumase lo
que le había hecho venir a la tierra!, que procurase aún más la gloria del
Padre, y le diese la prueba más grande de amor, por el acto más sublime de
confianza y de abandono que una criatura puede practicar: la total entrega de
Sí mismo a las disposiciones del Padre.
Fue como si dijera
dirigiéndose a su Padre: “En vano parece que me habéis abandonado; Yo estoy tan
seguro de Vos ¡Padre mío!, que en vuestras manos entrego mi espíritu”.
Este abandono, esta
entrega absoluta y ciega, es la que proporciona a Dios una gloria inmensa.
En todas las
circunstancias de nuestra vida debemos recordar esa misma divina pregunta: ¿por
qué me presentáis o por qué permitís esto, Dios mío?... ¡Ah, ya lo sé: por
vuestra gloria! – pero, ¿cómo procuraré yo esta gloria?... Con una plena
confianza en Vos, acomodándome por completo a vuestras disposiciones,
independientemente de toda humana consideración y sentimiento, sin atender para
nada la propia conveniencia, ni mirar las ventajas o contratiempos que puedan
sobrevenirnos.
Se trata, únicamente,
de complacer a Dios; sin permitirnos voluntariamente la menor desconfianza, la
menor duda; porque esto es lo que más le ofende. El mejor sostén para el alma
en medio del sufrimiento lo constituyen la obediencia y la fe; aquella
sosteniendo y fortaleciendo a ésta.
Fortalece igualmente
al alma apenada la divina promesa: promesa auténtica hecha por Jesús mismo,
para sostener viva e inquebrantable la fe: “De
tal modo amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, a fin de que todos
cuantos crean en Él no perezcan, sino que alcancen la vida eterna”. (Joan.,
III. 16).
La vida eterna, es la
que promete Jesús a todos los que crean en Él, en el Hijo de Dios, Primogénito
del Padre.
¡Oh! Yo creo – yo creo que este Hijo Amado no
hace más que lo que ve hacer al Padre, que todo es Amor y Misericordia como el
Padre –; que ha recibido el poder de dar la vida a aquellos que crean en Él –
que no perderá a ninguno de los que su Padre le ha dado –, que no rechaza a
ninguno de los que a Él vienen –, y que nadie puede venir a Él, si el Padre no
lo atrae. Luego, aquel que es atraído por el Padre, pertenece al Padre, es dado
al Hijo por el Padre.
Por tanto si viniese
a inquietarme esta terrible perplejidad y angustia, exclamaré abismándome en el
Amor Misericordioso: ¡Oh, Jesús, que me habéis amado hasta la muerte, hasta la
Eucaristía, yo creo en vuestro Amor Misericordioso para conmigo! Yo creo en
Vos, ¡oh, Jesús-Rey!, creador del mundo, que habéis venido para rescatarnos
¡Acordaos que soy vuestro hijo, la obra de vuestras manos –, el precio de vuestra
Sangre!
¡Gloria, alabanza,
honor os sean dados, oh, Cristo Redentor nuestro!
¿Podría rechazar un
Padre a su hijo, sobre todo si ese hijo no busca más que la gloria de su
padre?...
Pero en vano razona y
discurre el alma, en esta perplejidad. – Las palabras que la sostienen, tanto
en medio de los sufrimientos, para sobrellevarlos, como en las alegrías, para
santificarlas, son aquellas palabras de nuestra Religión Católica, que implica
la caridad universal del Corazón de Jesús: “En
nombre de todas las criaturas".
¡Qué palanca es para el alma ese celo
por la gloria de Dios: la caridad con sus hermanos! El alma ve que hay en
el Universo miles y miles de almas, presas de tentaciones; tentadas por el
desaliento, el temor, la duda, la desesperación, – ve tanta gloria de Dios,
arrebatada por esta pobre humanidad a su Rey soberano… que no puede menos de
sentir la necesidad imperiosa de entregarse cada vez más ella misma,
multiplicando sus manifestaciones, sus protestas, procurando a Aquel a quien
ama, toda la mayor complacencia y el mayor goce posible, aún a costa suya, aún
pasando por encima de sus propios intereses, sus propios sentimientos!
“Aunque me quitase la vida –decía el Santo Job– todavía esperaré en el Señor”. – y San
Francisco de Sales decía también: “Aún
cuando no tuviese pensamiento alguno de confianza en Vos, creería que sois mi
Dios y que soy todo vuestro; me abandono totalmente en vuestras manos”. Porque
no es necesario sentir esa confianza,
basta que se quiera y se procure sentirla. Lo que Dios mira, es la voluntad del
corazón.
¡Oh,
Rey mío adorable! ¡Soy todo vuestro y tengo plena confianza en vuestro Amor
Misericordioso!
(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).