¡Padre, que no se haga mi voluntad, sino la Tuya! |
Jesús señala a Santa Margarita María el ejercicio de la Hora Santa,
como segundo medio para reparar la ingratitud de los hombres. “Entre once y doce de la noche que separa el
Jueves del Viernes, y en memoria de la tristeza mortal, que experimenté en el
Huerto de los Olivos, te postrarás con el rostro en tierra, implorando la
misericordia divina a favor de los pecadores, y consolándome en la amargura que
me causó el abandono de mis Apóstoles.”
En estas palabras de nuestro Rey de Amor, encontramos indicadas tres
disposiciones: primeramente; la prosternación en memoria en memoria de la
tristeza mortal de nuestro Adorable Redentor. – Después, la misión y conformidad
a las disposiciones dolorosas del Corazón de Jesús – ¡a los sufrimientos de su
Corazón! … ¡es todo Amor… ama… tiene necesidad de amar...! necesita almas que
se dejen amar y que quieran corresponderle a su vez amándole siquiera un poco…
¿Quién será capaz de
comprender jamás la inmensa tristeza de un Dios–Hombre, que vino a la tierra
para salvar a las almas, mientras ellas se obstinan en perderse?
Vino a traer fuego de
amor a la tierra, y los corazones no quieren abrasarse al contacto de ese divino
fuego.
¡Qué mortal tristeza
no sentiría el Corazón de Jesús, al ver huir a sus criaturas a medida que Él se
acerca a ellas, deseoso de abrazarlas, para desahogar su Corazón, ansioso de
prodigarles toda clase de bienes y no encontrando sobre quién derramarlos!
Sólo el corazón que
ama, puede comprender los sufrimientos del amor; cuanto más se ama, más se
saben apreciar; y de ellos, el más inconcebible es la ingratitud.
Quienquiera que los
haya experimentado, podrá formarse ligerísima idea de la tristeza mortal del
Corazón de Jesús.
¡Cuán grande y
profunda debe de haber sido, para que el Divino paciente pueda llamarla
“tristeza mortal”! Tan aguda fue, en efecto, que le hubiera causado la muerte,
si la voluntad del Padre no le hubiese sostenido para que pudiese llegar a la
consumación del sacrificio de la Cruz, en el trono real de su Amor.
Su Corazón traspasado
busca corazones que le comprendan, corazones amigos… Se vuelve hacia los que ha
colmado de beneficios, sanado de sus enfermedades físicas o morales, a los que
ha honrado con su confianza y su intimidad… y exclama con amarga aflicción: – “¡Busqué quien me consolase y no le
hallé!...”
¿No se nos escapa el corazón del pecho, al oír estas palabras?... y,
sin embargo, Jesús no encontró a nadie que compadeciese sus dolores…
En adelante no será
así ¡Jesús mío!; entre las innumerables almas de Amor a Vos consagradas,
hallaréis corazones fieles, accesibles a vuestros dolores y abiertos a vuestro
Amor.
Desde ahora no quiero
ocuparme de otros dolores, ni de otras tristezas que las vuestras. ¿Cómo me
atrevería yo a preocuparme de lo que yo pueda sufrir, viéndoos a Vos reducido a
tal extremo, por mi amor (por amor a vuestra criatura? Sería yo entonces como
un niño que se estuviera preocupando por una ligera cortadura de un dedo, y
queriendo tener a todos a su alrededor, ocupándose de él, mientras su padre
estaba en la agonía.
Jesús, como
Dios-Hombre, en su agonía todo lo tenía presente; veía todas las almas que en
el transcurso de los tiempos vendrían a aliviar su dolor, haciendo, cerca del
Sagrario, el oficio de ángeles consoladores. Me veía a mí, tan pequeño y tan
pobre…, con la medida de compasión y de amor con que acudiría a consolarle en
sus tristezas.
Y como nada hay en el
mundo que más se incline a la compasión como la propia existencia del dolor,
Jesús veía entre sus Ángeles consoladores, esas almas predilectas suyas, de
corazón más delicado y tierno, fuertes en las pruebas, que practican en grado
heroico esa hermosa lección… la lección de Amor Misericordioso de su Divino
Corazón.
Jesús está triste,
tiene el corazón anegado en amargura; pero ama –ama hasta sus propios
verdugos–, y hasta parece que cuanto más le hacen sufrir, más bueno y
misericordioso se muestra…
¡Oh!, ¡qué amoroso
llamamiento el de Jesús, invitándonos a las almas desoladas y tristes a acudir
a Él cuando nos dice!: “Venid a Mí todos
los que sufrís y padecéis que yo os consolaré”… Si Yo pasé tanta tristeza
fue por vosotros – para santificar vuestras tristezas, para mereceros la gracia
de santificarlas. En medio de mi tristeza Yo os veía… y me unía a vosotros;
haced ahora lo mismo vosotros en las vuestras; miradme y uníos a Mí; y juntos
nos consolaremos y nos comprenderemos muy bien –; pero Yo beberé la parte más
amarga del cáliz, no dejándoos gustar a vosotros más que unas gotitas para
concederos la gracia y el honor de que después de Mí acerquéis vosotros
vuestros labios.
Uno de los mayores
sufrimientos de la agonía de Jesús, fue ver los sufrimientos de los suyos, sus
amigos más queridos… y si hubiese sido la voluntad de su Padre, ¡con cuánto
amor hubiera cargado sobre todos sus sufrimientos los de toda la humanidad
entera, con tal de librar al hombre de ellos! Pero veía la gloria que
procurarían al Padre, el amor de preferencia cuando sufre, los méritos que
tiene el alma guiada por la fe, y la semejanza que con Él adquiriría.
Nadie podrá
comprender jamás las vibraciones de Amor y de dolor del Corazón de Jesús, de
nuestro Rey de Amor; su tristeza viendo sufrir y su sufrimiento al aceptar los
sufrimientos de las almas fieles, miembros suyos que le están tan íntimamente
unidos.
¡Oh, Jesús!, Amor
Misericordioso, que tanto habéis sufrido por mis sufrimientos, yo me uno a Vos.
¡Oh, Jesús!, que os
unisteis a mí en vuestras amarguras, yo me uno a Vos.
¡Oh, Jesús!, que
tuvisteis presentes a todas las criaturas en vuestras tristezas, yo me uno a
ellas y a Vos.
Haced, Jesús mío, que
mis tristezas sólo sirvan para hacerme pensar en las vuestras, y que olvidando
las mías, sólo sepa ocuparme de compartir las vuestras, implorando vuestra
misericordia y la de vuestro Padre, a favor de aquellos que os la ocasionan, y
consolándoos, con mi amor, de la amargura que sentisteis por el abandono de
vuestros Apóstoles.
¿Qué son mis penas
comparadas con las vuestras?
¡Oh, Jesús!, quiero pasar
mi vida procurándoos consuelos y alegrías, y sean los que fueren mis
sufrimientos personales, olvidarme de ellos, para consolaros a Vos en los
vuestros y consolar a mis hermanos que padecen, puesto que sus sufrimientos
decís que los sentís como propios…
He de poner mi mayor
empeño en consolar a las almas afligidas.
Jesús Rey de Amor y
de dolor, os consolaremos si consolamos a los que sufren.
María, ¡Madre mía
querida! Comprendo el singular atractivo que tiene para Vos este dulce oficio…
Jesús, vuestro Divino Hijo, ha dicho, que mirará como hecho a Él mismo lo que
hagamos a cualquiera de sus pequeñuelos.
Consolamos, pues, a
Jesús, cuando enjugamos algunas lágrimas, cuando esparcimos un poco de alegría,
cuando dilatamos un corazón oprimido; con una palabra bondadosa, con una
sonrisa agradable, o con una benévola disculpa. ¡Qué poco cuestan, y cuánto
valor tienen ante Dios estas pequeñeces!...
¡Oh, María, Madre
nuestra, enseñadnos a olvidarnos constantemente de nosotros mismos, para
consolar a Jesús como Vos!
(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).