Todavía hay otro “secreto de Amor” que ha
brotado del Corazón Deífico; otro secreto de su Amor Misericordioso: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os
lo dará”… Orar es ganar a Jesús por la palabra de su Corazón; es ganarle
por su lado flaco, digámoslo así… ¡Siente tan a lo vivo la necesidad de
comunicarse, de difundir con largueza su bondad! La oración del humilde y
confiado penetra los cielos… dilata el Corazón de Dios y atrae las efusiones de
su Amor Misericordioso, el cual experimenta mayor gozo en dársenos que nosotros
en recibirle.
Pero ¿cómo se ha de orar? – El mismo Jesús nos lo
ha enseñado… asociémonos, pues, a Él y digamos de corazón: ¡Padre nuestro!... Quiere que llamemos a Dios nuestro Padre, y que
seamos sus verdaderos hijos… Para ello, es preciso tener fe viva en el Padre, acudir a Él como hijos amantes, respetuosos sumisos… como niños que se dan cuenta
del amor de su Padre… que no buscan sino el dar gusto a su Padre… que llevan en
sí los rasgos y fisonomía de Él… que pareciéndose
a Él, son su gloria y su alegría, y aman
asimismo a sus hermanos, hijos
también de este buen Padre. ¿Soy yo para mi buen Padre un verdadero hijo, un
buen hijo?
Que estás en los Cielos; en los cielos de tu gloria… y también en los cielos del reino que deseas tener
establecido dentro de nosotros… Tu
Cielo ¡oh mi Dios! ¿se halla dentro de mí en este momento?
Santificado sea el tu nombre, y reverenciado con el amor y respeto que a su
santidad convienen… ¡Ay, cuantos te blasfeman! … ¡Que toda rodilla se rinda
delante de Ti!... Y cuando yo mismo te nombre ¡oh Dios de bondad! que todo en
mí te alabe y te confiese, obrando al unísono el espíritu y el corazón. ¿Por
ventura no he pronunciado con mucha ligereza tu santo Nombre?
Venga a nos él tu reino; sí, que venga a nosotros y alrededor de nosotros. Que
llegue el amor… ¡cuán necesario es!... Pero Tú, oh Jesús, quieres reinar muy
pronto en nosotros… quieres ser Rey, ser Dueño… ¡tienes derecho a ello, todo te
pertenece!... ¿Trabajo yo lo bastante para acelerar este reinado?, ¿lo pido
como debiera?, ¿me impongo toda clase de sacrificios para lograrlo? ¡Oh, Rey de
Amor!, quiero aumentar tus conquistas… quiero extender por doquier tu dulce reinado.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Cúmplase en todo… por todos… siempre… gozosamente... amorosamente… no buscando
otro contento que el del Amado, cuyo
querer infinitamente sabio y amable todo lo dirige y ordena.
En el Cielo, cuando Dios habla, todo se hace al
instante sin la más leve réplica ni demora. Todos tienen allí una misma
voluntad, que aman y adoran… voluntad infinitamente buena, infinitamente santa,
la cual a aquellos felices moradores ensalzan y prefieren a todo. ¿He cumplido
yo como se debe esta santísima voluntad de Dios?, ¿la amo lo mismo cuando me
inmola y crucifica que cuando me regala?
Danos el
pan de nuestro cuerpo que nos tienes preparado con tanta solicitud y
liberalidad, a pesar de nuestras ingratitudes… y el Pan de nuestra alma, pan de la Voluntad divina, juntamente con
la gracia para cumplirla; es decir: fuerza y luz. Danos tu Eucaristía todos los días de nuestra vida mortal, y sé, Señor,
nuestro Pan en el eterno festín de la gloria. Lo pido… ¿pero lo sé agradecer?
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores.
¡Es esta la gran ley de la Misericordia! ¡Qué
angustias para tu Corazón, oh Jesús, al ver como muchas almas repiten estas
palabras con los labios sin advertir lo que piden… sin fijarse, al parecer, en
la condenación que sobre sí mismas lanzan… Piden que las perdones como ellas perdonan, y ellas… ¡no
quieren perdonar!
Cuando yo rezo el “Padre nuestro” en nombre de
las criaturas, tiemblo, y al llegar a este punto me detiene siempre mi pobre
corazón diciendo: perdónanos nuestras ofensas, no como muchos perdonan, sino
como nosotros debiéramos perdonar…
como yo querría hacerlo, si alguien me hubiera ofendido[1].
Perdónanos, Señor, el pecado de no perdonar, y
por consiguiente ¡ay! el de no amarte a Ti; el pecado de mentira y
contradicción frecuentes en que incurrimos engañándonos a nosotros mismos… Sí,
nosotros tenemos la osadía de decirte que te amamos, cuando para el prójimo
guardamos desprecios, odio, desdén, resentimientos, rencor… cuando damos tanto
que sufrir en el prójimo, a tu divino Corazón, ya que has dicho: “que
considerarás como hecho a Ti mismo todo cuanto hagamos al menor de nuestros
hermanos”, hasta nuestras reticencias y frialdades…; y que cerrar el corazón a las
necesidades del prójimo, es no tener
tampoco caridad contigo; y tratarle con dureza e intentar vengarse de él,
es atraer sobre nosotros tu justa cólera, cambiar tu clemencia en terrible
ira…; por eso nos exiges ante todo este gran acto.
¡Oh, Amor! ¡Amor divino! Transforma al mundo,
enseña a todos el amor al prójimo, al menos que los cristianos destierren de su
corazón todo lo que huele a orgullo, a hiel y aspereza; no más palabras mordaces, no más conversaciones burlonas; no más de nada que pueda
causar pena y aflicción al prójimo.
Seamos como Jesús para con los pecadores…
¡excusémoslos siempre como Él! Pidamos mucho por ellos, pero nunca los juzguemos. Cuanto más horror nos causen, cuanto más nos ultrajen, tanto más debemos perdonarlos…
manifestarles dulzura y amor para mejor ganarles el alma; estando dispuestos a dar nuestra vida por quienes pretenden quitárnosla, por quienes nos
perjudican y dañan. ¡He aquí lo que Jesús nos predica con su muerte!
Aprendamos, pues, nosotros a practicarlo en pequeño, no volviendo sino bien por mal, atención por desdén, obsequio por injuria… así llegaremos a ser buenos… así es como aprenderemos a amar. ¡Ah! ¡Qué poco comprendido es el
precepto del Maestro divino; Amad a
vuestros enemigos… haced bien a los que os odian!... Nosotros mismos ¿cómo
nos portamos en este punto? ¿No osamos tal vez corregir la conducta del Señor
que hace brillar el sol lo mismo sobre los malos que sobre los buenos?...
Cuando alguien quiere tomar nuestro
vestido, ¿le entregamos también la capa? … “¿Cuando necesita que le
acompañemos mil pasos, añadimos dos mil más a estos mil?”… Se invoca tal vez
como excusa ¡el honor! ¡la dignidad!... ¿Y el Salvador?... ¿y la caridad?...
¿Quién ha de prevalecer en nuestro corazón, el espíritu de Jesucristo o el del
mundo? …Para salvar el mundo es menester encenderle en la caridad, es menester
hacer brillar en él esta virtud celestial: entonces el reinado de Jesús estará
muy cercano. ¡Aceleremos su hora!... perdonemos
para que El nos perdone… Seamos
misericordiosos si queremos ser tratados con misericordia. ¡Oh corazón mío!
¿Cuál es tu actitud y disposición?
Pero para ello vigilemos sobre nosotros mismos… ¡Vigilemos y oremos! como Jesús nos lo recomienda…
¡acudamos a María! En los peligros refugiémonos en el Corazón divino y
permanezcámosle fieles, custodiados y protegidos por nuestra Madre.
Mas líbranos del mal.
Líbranos de todo mal; no de lo que nosotros
llamamos mal, sino de lo que verdaderamente lo es: del gran mal del pecado… del gran mal de nuestra alma… del orgullo… de
la preferencia que el hombre hace de sí mismo y de las criaturas sobre Ti… de
todo desorden… en una palabra, de cuanto es contrario a Ti y al bien. Las cosas
que nosotros llamamos males, no son con frecuencia, sino bienes con los que se
alcanza la felicidad eterna… estos males, que no son pecado, los llevaremos,
Señor, a tu divina presencia, y sin determinar el remedio, cada uno te diremos
con sencillez de niño: “Padre de bondad, vengo a Ti: aquel a quien amas sufre… o está enfermo…” Tú nos concederás
siempre –estamos seguros de ellos- lo que más nos convenga. Tú que tienes en tu
mano la sabiduría y el poder junto con el amor a nosotros… ¡Padre bondadosísimo, Padre celestial, Amor
Misericordioso! Escucha la suplica de un miserabilísimo siervo: ¡Antes la
muerte que el pecado! ¡Antes el sufrimiento que la imperfección! ¡En Ti me
arrojo confiado! ¡Líbranos de todo mal! Así sea.
(Extracto de "Centellitas").
[1] No se entienda, sin embargo, que los que guardan
odios en su corazón no deban rezar el “Padre nuestro”, pues como dice muy bien
el Catecismo de S. Pío V citando a Santo Tomás, el fiel cristiano, al rezar
esta oración, lo hace en nombre de toda la Iglesia, en la cual necesariamente
ha de haber almas piadosas que perdonaron las injurias recibidas. Añádase a
esto, como lo advierte el mismo Catecismo, que no sólo pedimos que nos perdone
Dios nuestras deudas, sino que, siendo necesario perdonar a nuestros deudores, pedimos
también la gracia de reconciliarnos con ellos.