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jueves, 11 de agosto de 2016

"Preces del Amor Misericordioso por la Iglesia y por la Patria"


Preces del Amor Misericordioso por la Iglesia y por la Patria

que pueden ser rezadas después del santo Rosario



¡YO SOY EL AMOR MISERICORDIOSO!


"Quiero que en estos momentos se rece mucho por vuestra Patria. Quiero la unión... Yo os amo ¡Creed en Mí! ¡Jamás os abandonaré! 
¡Redoblad la devoción a la OFRENDA... vuestra arma y poderoso escudo!"


¡Sagrado Corazón de Jesús, salvad a nuestra Nación!

* * *

Oremos por la Iglesia y por la Patria

Padre Nuestro - Ave María - Gloria.



Ofrenda al Amor Misericordioso

“Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, Vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo en Él, por Él, y con Él, a todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas”.



Señor, ten piedad

Señor, ten piedad.
Cristo, ten piedad.
Señor, ten piedad.
Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.
Dios, Padre celestial, ten misericordia de nosotros.
Dios, Hijo, Redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.
Dios, Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros.
Trinidad Santa, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.

Señor, que dijiste: “cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá” [Io. 16, 23]: en tu nombre pedimos al Padre que nos conceda la santa libertad de la Iglesia para trabajar en la propia santificación y la salvación de las almas. Amén.

Señor, que dijiste: “pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y os abrirán” [Mt. 7, 7]: pedimos que ilumines con tu divina luz a los que en tus manos tienen los destinos de nuestra Patria: buscamos tu amor acompañado de buenas obras; llamamos a las puertas de tu Amor Misericordioso para que se apiade de nuestras almas, de nuestras familias y de nuestra Patria. Amén.

Señor, que dijiste: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” [Mc. 13, 31]: concédenos por tu omnipotencia la estabilidad y prosperidad de la Religión en nuestra Nación, la libertad de las Órdenes religiosas, la paz de nuestro pueblo y la rectitud de sus gobernantes; si ha de ser todo para gloria tuya y bien de nuestras almas. Amén.
 


Oración a la Santísima Virgen. Acordaos

Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. Oh Madre de Dios, no despreciéis mis súplicas, antes bien escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.


Refugio de pecadores, ruega por nosotros.

Advertencia. - Estamos en la hora de la plegaria. En varias parroquias e iglesias se adora a Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar. Ofrécete para hacer siquiera semanalmente media hora de adoración por las necesidades de la Iglesia, de tu Patria, y del mundo entero, sin omitir la Misa y Comunión diaria. Esto, practicado con amor y perseverancia, nos merecerá una especialísima protección del Amor Misericordioso, Cristo Jesús.

P. M. SULAMITIS.

miércoles, 6 de julio de 2016

"La divina realidad: llamamiento a los amigos del Corazón de Jesús"


¡Jesús viviente!
¡Jesús presente!
¡Jesús en medio de nosotros!


            Si en estos momentos repercutiese por todo el universo esta gran nueva: Jesús ha vuelto a la tierra para habitar entre nosotros… y si esta frase fuese una realidad, ¡qué emoción no se apoderaría de todos los amigos de Jesús, con qué entusiasmo no la recibirían, cómo se apresurarían a acudir al sitio privilegiado… favorecido por su santa Presencia! Estamos viendo lo que se hace en Lourdes, en Paray-le-Monial, para venerar los lugares Santos que honraron con sus apariciones, durante algunos instantes, Jesús y su Santa Madre.

            Pues esa es la gran nueva… la buena nueva del Reino de Dios que quisiéramos anunciar a toda la tierra… Es la gran realidad… la continuación del Misterio Evangélico, la realización de la divina palabra de Jesús, tan verdadera, tan operante como la que siglos ha, pronunciara cuando apareciendo sobre las ondas dijo a Pedro: “Yo soy”, o cuando contestándole a la Samaritana que le hablaba de Cristo, le declaró: “Yo soy, que hablo contigo”. Palabra es ésta tan cierta como la que dirigió a sus Apóstoles después de la Resurrección: “La paz sea con vosotros –soy Yo– no temáis”.

            Ahora bien, tan sagrada, tan evangélica como aquellas divinas palabras es esta otra: “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”.

            Jesús no ha dejado por lo tanto de habitar en la tierra… ¿Mas en qué afortunado lugar ha ido a ocultarse? Conocido su retiro ¿no debería haberse convertido en un centro de peregrinaciones mucho más concurrido que todos los que hoy existen? Tanto más concurrido debería ser cuanto que la excelencia de su objeto supera todos los motivos de veneración que nos llevan a otros lugares santos, que honran con su fe las muchedumbres…

            ¡Qué descubrimiento tan asombroso y tan aflictivo al mismo tiempo! El lugar en que Jesús tiene su retiro está por lo común desierto. Por la mañana, cada mañana, renueva allí de un modo real pero incruento la escena de Belén y la del Calvario. Nace… Vive… Consuma allí su sacrificio en el más incomprensible de los misterios. Y como ya no puede morir, queda Jesús viviente en una tumba que se convierte en Cielo suyo, en el Reino suyo. Su resurrección es la glorificación de ese sepulcro, la manifestación del Espíritu Santo que transforma, con su posesión y su presencia, los cristianos que han tomado parte en el misterio, en otros tantos Cristos, por obra de la gracia… formados a su imagen y partícipes por ende de sus perfecciones y virtudes…

            Sí, este Jesús viviente, este Cristo adorado, Hijo muy Amado del Padre, permanece en la soledad en todo el transcurso de las noches y muy a menudo durante el día. Sólo tiene a los ángeles por adoradores y por íntimos amigos: ¡sólo sus ángeles permanecen a su lado!...

            Y ve a los hombres a quienes Él se digna llamar con el nombre de hermanos, de amigos… Los ve ir y venir alrededor de su casa, afanándose cada cual por sus propios negocios; los ve visitarse los unos a los otros, decirse confidencias y llamarse mutuamente amigos… ¡Cuán pocos son entre todos estos los que piensan en Él!

            Sucede por desgracia como en aquel festín de bodas en que uno por uno fueron los convidados excusándose de asistir; uno de ellos posee una casa nueva que atender, otro un campo que visitar, éste una yunta de bueyes que ensayar, aquél es un recién casado, a este otro le absorben sus negocios y sus achaques.

            ¡Pero cómo!... ¿el Rey de los Reyes, el Señor de los Señores, está allí más abandonado que otro ser alguno en la tierra… abandonado hasta por los suyos? ¿Cuáles no deben ser los sufrimientos de su Corazón al observar a cada instante las injuriosas preferencias y la indiferencia deplorable de aquellos mismos que tienen conocimiento cabal de su presencia y hasta han tomado parte de su convite eucarístico de la mañana?

            ¿Haríase con la más insignificante de las criaturas lo que se hace con Él? Todo hombre está obligado a una palabra de agradecimiento por el servicio solicitado, a una vibración de gratitud por todo beneficio recibido, a una correspondencia de afecto con aquellos que le demuestran el propio. Hasta la aflicción y el aislamiento de un criminal mueven a compasión los corazones; ¡y apenas hay uno que otro corazón que vibre de amor por Él! Quien haya experimentado en su propio ser lo que es el amor puede comprender las disposiciones que tiene que producir en el alma. Oigamos sobre esto a un padre, a una madre, a un esposo, a una esposa, a un hijo, a una hija, a un hermano, a una hermana, a un leal amigo, a un fiel servidor… y luego comparemos. Durante la ausencia de uno de estos seres queridos, y al saber que está en el aislamiento y en el dolor, en lucha con la contradicción, la ingratitud, el abandono, ¿dejaremos pasar los días, horas enteras siquiera, sin tener para él un solo pensamiento?

            Pues bien, ¿no es Él a un mismo tiempo Padre y Madre, Salvador, Esposo, y Amigo?... ¡y nos quedamos fríos e insensibles, casi puede decirse que nuestra vida transcurre como si prescindiéramos de Él!...

            ¡Ah! Sin duda no podemos permanecer constantemente a sus pies, con nuestra persona. ¿Mas no debería nuestro corazón estar continuamente con Él, trayendo hacia Él y sujetando al suyo nuestro espíritu y nuestra voluntad… para que no obren ya sino según su divino agrado y en la dependencia de su divino impulso?

            Cuando se ama, el amor todo lo domina. Además, Él es Rey… ¡y qué Rey!... Nosotros mismos los que ejercitamos nuestro celo para hacerle aclamar como tal, no nos afanamos sin embargo en formarle su Corte (su Corte en la tierra); y de su gozo íntimo, de su necesidad primordial, cuán poco caso hacemos. Muchos quehaceres nos ocupan, son muchos los cuidados que nos traen absorbidos y lo “único necesario”, lo olvidamos… ¡Cuántas Martas… y cuán pocas Marías!...

            Y aún entre las Marías, ¡cuántas son Martas en mil cosas!... Las mismas cosas espirituales, por efecto de un desarreglo inútil, producen muchas veces alejamiento de Él… ¡Cuán pocas almas son realmente Magdalenas para Él!

Llamamiento a las Almas del mundo entero.

            Jesús está allí en su Casa y nos llama… ¡Oh, si pudiéramos pregonarlo por doquiera para que llegase hoy mismo al conocimiento de todas las almas!

            Jesús está allí esperándonos. Id a visitarle al menos hoy. Hacedlo por Él.

            Pedidle que os diga qué hace en el Tabernáculo, lo que espera de vosotros y lo que debéis hacer en cambio por Él…

            Pedidle la inteligencia de su Misterio, pedídsela por María, vuestra buena Madre, que jamás se separa de su lado…

            Rogad a San Miguel y a los Ángeles que os comuniquen al menos la impresión de la Santa Presencia, el respeto, el amor y la gratitud que ellos tienen…

            Pensad que allí está vuestro Dios, vuestro todo, hecho Hombre, y que continúa siendo “Hombre” por amor a vosotros… en medio de vosotros… Hombre perfecto… Hombre glorificado… Hombre deificado… ¡Hombre-Dios por toda la eternidad!

            Pensad que Él está allí viviente, tan vivo como lo estáis vosotros mismos, que piensa, ama, quiere, con todas las vibraciones más delicadas y sensibles del ser humano, animado por la perfección del Amor divino.

            Se podrá objetar que a Jesús no se le ve, que no se le siente. Si el cuerpo de vuestro padre, de vuestro esposo, de vuestro hijo fuere llevado al cementerio y encerrado en el sepulcro, aun cuando no hubieseis podido asistir al entierro, ¿dejaríais por eso de creer que ibais a rezar junto a él? Sin embargo, bien sabéis que ese cuerpo está privado de toda vida y que en ese sepulcro sólo se halla un poco de materia perecedera que resucitará en el último día.

            Os agrada ir a rezar junto a las reliquias de los Santos, junto a esos venerados despojos de los que habitan en las alturas del Reino de los cielos.

            ¿Y tendríais menos fe en un “Jesús vivo”, presente en medio de vosotros –habitando en vuestro propio país– tal vez bajo vuestro mismo techo? Y viviendo en casa de Él ¿seguiríais no obstante viviendo como en vuestra propia casa y tratándole a Él quizá como a un extraño?...

            Cuando las prácticas cotidianas nos llevan cerca de Él, al hacer nuestra oración, o al cantar sus alabanzas, acaso tenemos conocimiento claro de que Él está allí y vive, y que, disponiendo del privilegio de los cuerpos gloriosos, con su propia sagrada Humanidad nos ve, nos oye… advierte y siente todos los latidos de nuestros corazones, todos sus impulsos?...

            Los sigue, en efecto, con un amor inconcebible, atrayéndonos sin cesar a Él y uniéndose a nosotros, en la medida en que consentimos en ello y en dejarle obrar en nosotros…

Acto de Fe y Resolución de Amor.

            ¡Oh Jesús Amor! ¡Oh Jesús viviente! Yo creo que estás bajo el velo de tu Hostia, tan realmente como lo estuviste en Belén, en Betania, en el Cenáculo, en el Calvario, como lo estás en el Cielo donde espero poder contemplarte un día… y para ofrecerte mis humildes homenajes y satisfacer nuestra común necesidad de amor –la Tuya y la mía–, Señor, iré todas las mañanas a asistir a los Divinos Misterios; (en cuanto me permitan hacerlo mis deberes de estado) iré a recibirte en mi corazón para que me transformes en Ti… y durante el día, trataré de venir a pasar una hora contigo, o si realmente no puedo hacer esto vendré al menos a hacerte una pequeña visita, que prolongaré cuanto me sea posible sin perjuicio de mi deber, salvando para ello algunos momentos de las conversaciones inútiles y cada vez que se presente la ocasión en el transcurso de ese tiempo que se pierde tan fácilmente en la frivolidad o en naderías.

            Si me viese impedido por la enfermedad u otras imposibilidades materiales para hacer yo mismo esa visita, procuraré que me sustituya un amigo, una persona de mi confianza, a fin de que Jesús experimente la alegría que le habría causado mi pobre visita. Entre tanto mantendré mi corazón tanto más próximo a Él… (como se hace con los amigos) cuanto más lejos de Él se halle mi cuerpo.

Unión de guardias de Amor.

            ¡Qué unión más hermosa podría hacerse de personas piadosas que disponiendo del tiempo necesario, realizasen entre ellas el dulce acuerdo de ir por turnos a hacerle compañía a Jesús para que jamás quedase solo! ¡Qué bella y piadosa guardia de Amor sería esa en derredor del Tabernáculo!...

            ¡Y qué consuelo procuraría al Corazón de Jesús! Sería para Él una acción de gracias viviente y perpetua en nombre de la humanidad entera.

            Roguemos para que Jesús haga realizar ese propósito (no solamente por algunas Órdenes Religiosas, con vocación especial para ese objeto) sino por los Amigos de su Corazón que posee en medio del mundo… y que no siendo del mundo, no quieran ya vivir sino para Él; que haciendo de Él el objeto de todas sus aspiraciones, su confidente en las alegrías, y pesares de la existencia, vivan con Él en la intimidad…

P. M. SULAMITIS.

              (De la "Vida Sobrenatural" de Salamanca. Tomo VI, 1923. Con aprobación eclesiástica).

miércoles, 8 de junio de 2016

"Cómo nos uniremos a la tristeza de Jesús"

¡Padre, que no se haga mi voluntad, sino la Tuya! 

     Jesús señala a Santa Margarita María el ejercicio de la Hora Santa, como segundo medio para reparar la ingratitud de los hombres. “Entre once y doce de la noche que separa el Jueves del Viernes, y en memoria de la tristeza mortal, que experimenté en el Huerto de los Olivos, te postrarás con el rostro en tierra, implorando la misericordia divina a favor de los pecadores, y consolándome en la amargura que me causó el abandono de mis Apóstoles.”

     En estas palabras de nuestro Rey de Amor, encontramos indicadas tres disposiciones: primeramente; la prosternación en memoria en memoria de la tristeza mortal de nuestro Adorable Redentor. – Después, la misión y conformidad a las disposiciones dolorosas del Corazón de Jesús – ¡a los sufrimientos de su Corazón! … ¡es todo Amor… ama… tiene necesidad de amar...! necesita almas que se dejen amar y que quieran corresponderle a su vez amándole siquiera un poco…

     ¿Quién será capaz de comprender jamás la inmensa tristeza de un Dios–Hombre, que vino a la tierra para salvar a las almas, mientras ellas se obstinan en perderse?

     Vino a traer fuego de amor a la tierra, y los corazones no quieren abrasarse al contacto de ese divino fuego.

     ¡Qué mortal tristeza no sentiría el Corazón de Jesús, al ver huir a sus criaturas a medida que Él se acerca a ellas, deseoso de abrazarlas, para desahogar su Corazón, ansioso de prodigarles toda clase de bienes y no encontrando sobre quién derramarlos!
           
     Sólo el corazón que ama, puede comprender los sufrimientos del amor; cuanto más se ama, más se saben apreciar; y de ellos, el más inconcebible es la ingratitud.
            
     Quienquiera que los haya experimentado, podrá formarse ligerísima idea de la tristeza mortal del Corazón de Jesús.
           
     ¡Cuán grande y profunda debe de haber sido, para que el Divino paciente pueda llamarla “tristeza mortal”! Tan aguda fue, en efecto, que le hubiera causado la muerte, si la voluntad del Padre no le hubiese sostenido para que pudiese llegar a la consumación del sacrificio de la Cruz, en el trono real de su Amor.
            
     Su Corazón traspasado busca corazones que le comprendan, corazones amigos… Se vuelve hacia los que ha colmado de beneficios, sanado de sus enfermedades físicas o morales, a los que ha honrado con su confianza y su intimidad… y exclama con amarga aflicción: – “¡Busqué quien me consolase y no le hallé!...”
            
     ¿No se nos escapa el corazón del pecho, al oír estas palabras?... y, sin embargo, Jesús no encontró a nadie que compadeciese sus dolores…      
            
    En adelante no será así ¡Jesús mío!; entre las innumerables almas de Amor a Vos consagradas, hallaréis corazones fieles, accesibles a vuestros dolores y abiertos a vuestro Amor.
           
     Desde ahora no quiero ocuparme de otros dolores, ni de otras tristezas que las vuestras. ¿Cómo me atrevería yo a preocuparme de lo que yo pueda sufrir, viéndoos a Vos reducido a tal extremo, por mi amor (por amor a vuestra criatura? Sería yo entonces como un niño que se estuviera preocupando por una ligera cortadura de un dedo, y queriendo tener a todos a su alrededor, ocupándose de él, mientras su padre estaba en la agonía.
            
     Jesús, como Dios-Hombre, en su agonía todo lo tenía presente; veía todas las almas que en el transcurso de los tiempos vendrían a aliviar su dolor, haciendo, cerca del Sagrario, el oficio de ángeles consoladores. Me veía a mí, tan pequeño y tan pobre…, con la medida de compasión y de amor con que acudiría a consolarle en sus tristezas.
            
     Y como nada hay en el mundo que más se incline a la compasión como la propia existencia del dolor, Jesús veía entre sus Ángeles consoladores, esas almas predilectas suyas, de corazón más delicado y tierno, fuertes en las pruebas, que practican en grado heroico esa hermosa lección… la lección de Amor Misericordioso de su Divino Corazón.
            
     Jesús está triste, tiene el corazón anegado en amargura; pero ama –ama hasta sus propios verdugos–, y hasta parece que cuanto más le hacen sufrir, más bueno y misericordioso se muestra…
           
     ¡Oh!, ¡qué amoroso llamamiento el de Jesús, invitándonos a las almas desoladas y tristes a acudir a Él cuando nos dice!: “Venid a Mí todos los que sufrís y padecéis que yo os consolaré”… Si Yo pasé tanta tristeza fue por vosotros – para santificar vuestras tristezas, para mereceros la gracia de santificarlas. En medio de mi tristeza Yo os veía… y me unía a vosotros; haced ahora lo mismo vosotros en las vuestras; miradme y uníos a Mí; y juntos nos consolaremos y nos comprenderemos muy bien –; pero Yo beberé la parte más amarga del cáliz, no dejándoos gustar a vosotros más que unas gotitas para concederos la gracia y el honor de que después de Mí acerquéis vosotros vuestros labios.
            
     Uno de los mayores sufrimientos de la agonía de Jesús, fue ver los sufrimientos de los suyos, sus amigos más queridos… y si hubiese sido la voluntad de su Padre, ¡con cuánto amor hubiera cargado sobre todos sus sufrimientos los de toda la humanidad entera, con tal de librar al hombre de ellos! Pero veía la gloria que procurarían al Padre, el amor de preferencia cuando sufre, los méritos que tiene el alma guiada por la fe, y la semejanza que con Él adquiriría.
            
     Nadie podrá comprender jamás las vibraciones de Amor y de dolor del Corazón de Jesús, de nuestro Rey de Amor; su tristeza viendo sufrir y su sufrimiento al aceptar los sufrimientos de las almas fieles, miembros suyos que le están tan íntimamente unidos.
           
     ¡Oh, Jesús!, Amor Misericordioso, que tanto habéis sufrido por mis sufrimientos, yo me uno a Vos.
            
      ¡Oh, Jesús!, que os unisteis a mí en vuestras amarguras, yo me uno a Vos.
            
     ¡Oh, Jesús!, que tuvisteis presentes a todas las criaturas en vuestras tristezas, yo me uno a ellas y a Vos.
            
     Haced, Jesús mío, que mis tristezas sólo sirvan para hacerme pensar en las vuestras, y que olvidando las mías, sólo sepa ocuparme de compartir las vuestras, implorando vuestra misericordia y la de vuestro Padre, a favor de aquellos que os la ocasionan, y consolándoos, con mi amor, de la amargura que sentisteis por el abandono de vuestros Apóstoles.
           
     ¿Qué son mis penas comparadas con las vuestras?
            
    ¡Oh, Jesús!, quiero pasar mi vida procurándoos consuelos y alegrías, y sean los que fueren mis sufrimientos personales, olvidarme de ellos, para consolaros a Vos en los vuestros y consolar a mis hermanos que padecen, puesto que sus sufrimientos decís que los sentís como propios…
            
     He de poner mi mayor empeño en consolar a las almas afligidas.
            
    Jesús Rey de Amor y de dolor, os consolaremos si consolamos a los que sufren.
            
     María, ¡Madre mía querida! Comprendo el singular atractivo que tiene para Vos este dulce oficio… Jesús, vuestro Divino Hijo, ha dicho, que mirará como hecho a Él mismo lo que hagamos a cualquiera de sus pequeñuelos.
            
     Consolamos, pues, a Jesús, cuando enjugamos algunas lágrimas, cuando esparcimos un poco de alegría, cuando dilatamos un corazón oprimido; con una palabra bondadosa, con una sonrisa agradable, o con una benévola disculpa. ¡Qué poco cuestan, y cuánto valor tienen ante Dios estas pequeñeces!...
          
    ¡Oh, María, Madre nuestra, enseñadnos a olvidarnos constantemente de nosotros mismos, para consolar a Jesús como Vos!

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).