Mostrando entradas con la etiqueta Siete palabras. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Siete palabras. Mostrar todas las entradas

sábado, 18 de junio de 2016

7ª palabra: “Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu”

Últimas palabras de Jesús en la Cruz
Palabras de Amor

7ª palabra: “Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu”

            Después de haber rogado por sus verdugos e implorado su perdón, –prometido el Cielo al buen Ladrón, y haber dado el Discípulo a María, y Ésta a Juan y a todos nosotros por Madre; –y habiendo experimentado el abandono del Padre, y la más devoradora sed, Jesús, declarando que todo estaba consumado, entrega su Espíritu en manos de su Padre, –para servirnos de modelo una vez más, y enseñarnos a hacerlo a nosotros.

            Al nacer, recibimos de Dios junto con la vida corporal un alma vivificada con el soplo divino. ¿No es justo, por tanto, que en la hora de la muerte pongamos el alma y el espíritu en manos de nuestro Creador, para que Él juzgue y disponga de nosotros como guste? – Debemos de reconocerle y confesar de antemano su sabiduría y la equidad de sus juicios.

            ¿Hemos reflexionado alguna vez en este acto de la entrega del alma en manos de Dios en el momento de la muerte, y hemos comprendido jamás lo justa y natural de esta entrega? Por poco que el Espíritu Santo ilumine nuestra alma, nos sorprenderá la sabiduría y al mismo tiempo la sencillez que se desprenden de todas las palabras y de todos los ejemplos de Jesús; bien se ve que es el conjunto de todas las perfecciones. En todo lo que ejecuta, no hay ni exceso ni exageración; nada que no podamos hacer o practicar nosotros, con la ayuda de la gracia, ¡si queremos!... ¡si amamos!... – ¡Qué Escuela tan incomparable la del Rey de Amor!...

            En los días precedentes hemos discurrido sobre la manera de vivir bien; veamos hoy como aprenderemos a bien morir.

            Ya hemos visto cómo debemos conducirnos con nuestros enemigos cuando estamos penetrados de la Santidad de Dios y de nuestra miseria… cuál deberá ser también nuestro comportamiento como hijos de María, la más bondadosa, buena e incomparable Madre que Jesús nos dio; –cuál nuestra conducta en los desalientos y angustias, –qué celo debe haber en nuestro corazón por la gloria divina, tendiendo siempre a poder decir en todas nuestras acciones, día por día, hasta el momento supremo: “Todo está consumado”: –no me he reservado nada; –cuerpo y alma, ¡todo lo he dado!...

            –Jesús, en su última palabra, nos recuerda ahora que la vida no es más que un paso que en la hora de la muerte nos encontraremos entre las manos de un Padre Omnipotente, todo justicia, pero también todo Misericordia. Nos enseña también, que para caminar en la senda de la verdad, basta que nos pongamos como niños entre las manos de nuestro Padre, que nos ama.

            ¿No dijo Jesús a Santa Margarita María: “¿Puede perecer entre los brazos de un Padre Todopoderoso una criatura a quien yo amo tanto como a ti te amo?”.

            Esta palabra de amor nos la dirige también a cada uno de nosotros. –Meditémosla  a menudo durante nuestra vida, para que sea nuestra íntima disposición en el momento de la muerte.

            – ¿No dijo también el Divino Redentor en su Evangelio que el Reino de los Cielos estaba reservado a los niños y a los que a ellos se asemejaren?...

            Esta entrega sencilla, desinteresada, es un acto de infancia espiritual, que agrada sobremanera y llena de gozo al Corazón Sacratísimo de Jesús, del Rey de Amor. –Porque ¿dónde podrá colocar nuestro Padre al que se entrega en sus manos, sino en su amoroso Corazón? Ponerse en manos de Dios, es el acto mayor de confianza que podemos hacerle. Jesús ha dicho, en efecto, que la mayor prueba de amor consiste en dar la propia vida por sus amigos, y ¿no sacrifica su vida al Rey de Amor a Aquél que se da a sí mismo el nombre de “Amigo” divino, todo el que pone en las divinas manos su propio espíritu, cuya separación del cuerpo constituye para éste la privación de la vida? – Entregar el alma en manos de Dios, es el acto del más perfecto abandono: – el hombre aceptando con santa indiferencia que el Padre disponga de su alma como mejor quiera; sea que la devuelva a su cuerpo, –que la coloque en el Purgatorio o en el Cielo… ¡poco importa! – Si nos atrevemos a hablar así, es porque el alma se encuentra como asegurada, no por sus méritos, sino por las palabras de Jesús en el Evangelio, y asegurada también por su fe y su confianza absoluta en el Corazón Misericordioso de Jesús, – creyendo firmemente que siendo Dios el mejor de los Padre, y habiéndola amado tanto cuando aún era su enemiga… habiéndola seguido y atraído con tanto amor… no la rechazará ahora cuando vuelve a su Hijo, al que fue dada por el Padre; – y está asegurada de haberle sido dada por el Padre, porque ella viene a Él, se entrega a Él con amor y con fe; y eso no podría hacerlo si el Padre no la hubiese atraído. ¡El alma que se entrega unida a Jesús, entre las manos de su Padre, no perecerá jamás!

            Además, ¿no tenemos por Madre a María?... ¡Pues un siervo de María, un hijo de María, no puede pereceré!...

            –Por otra parte, Aquel que dio como ejemplo de su Corazón al padre del hijo pródigo, ¡qué recibimiento no dispensará a su hijo, aunque sea culpable, si se arrepiente y vuelve a Él; y aunque sea en el último instante de su vida, le dice, profundamente humillado: “¡Heme aquí, Padre mío Misericordioso! – he pecado mucho, no soy digno de ser llamado hijo tuyo, pero “en tus manos encomiendo mi espíritu”… sea cual fuere el juicio que yo merezca, y la sentencia que Vos me deis, conozco demasiado la bondad de vuestro Corazón, y sé muy bien que a aquél que viene hacia Vos, como hacia su Padre, lo recibiréis como a verdadero hijo, con Misericordia infinita; lo tratareis con incomparablemente menos rigor que el que tan justamente haya merecido. “¡Oh, Padre bondadoso y clemente!”…

            ¡Qué gozo debe ser en el Cielo para el Eterno Padre, para Jesús, para el Espíritu Santo y para nuestra amada y tierna Madre María, lo mismo que para los Ángeles y los Santos, recibir en su seno –en el Reino de Dios– en la Jerusalén celestial –(o en el Purgatorio donde el alma se prepara purificándose), a un ser amado, rescatado de la muerte, libre ya de las ocasiones de pecar y de las pruebas de la vida –que viene a tomar posesión (inmediata, o por lo menos futura, pero desde luego ya segura) de la beatitud eterna!

            ¡Qué consoladora es la muerte, así mirada! No es más que la continuación de lo que debe ser nuestra vida: tal vida, tal muerte. Y si ésta debe ser una entrega total de nuestra alma en las manos de Dios ¡con cuánta más razón deberá ser otro tanto nuestra vida!

            Sí, ¡Jesús mío! Yo así lo comprendo, mi vida debe de ser toda ella como la de un niño que ama y se siente amado, y que confía en todo momento todo su ser y cuanto hace a su bondadoso Padre, –aún después de sus faltas, de las que se siente sinceramente arrepentido, –y sea cualquiera la conducta exterior de su padre, a pesar de sus aparentes desvíos, frialdades o abandonos… Sí vemos a Jesús abandonado de su Padre… ¿cómo podremos asombrarnos de que esta pobre miseria sufra la misma prueba y el castigo de su pecado? Es como el padre que se esconde para probar el cariño de su hijo; o que le enseña la vara para que el hijo se acerque más todavía y recibir de él mayores pruebas de amor!

            ¡Oh, Jesús mío! Por vuestra preciosa muerte dignaos concederme en todos los instantes de mi vida y en el de mi muerte la gracia de estar siempre entregado a vuestras manos, como un niño en los brazos de su padre. –Escucho atento y me parece oír vuestra respuesta en el interior de mi corazón, diciéndome que “así será, si soy todo caridad”. Porque esta virtud es la que nos hace verdaderos hijos de Dios. La caridad será la que sostenga mi confianza en el día del juicio. En aquel día no puedo presentarme sin obras de caridad misericordiosa, porque el Padre no me reconocería por hijo y yo mismo me atraería el rigor de su justicia.

            La muerte es sencillamente el velo que se descorre; el alma quedará fija para siempre en el estado, o en el grado de amor y de unión en que la muerte la encuentre.

            ¡Oh, Rey de Misericordia y de Amor! Haced que el último acto de mi vida sea objeto de vuestra complacencia y motivo de triunfo de vuestro Amor Misericordioso. En la Cruz sacrificasteis al Padre un día vuestra vida por mí y continuáis sacrificándola en la Sagrada Eucaristía, Vida por vida, Amor por amor.

            ¡El Rey de Amor es mi Padre!

            ¡María es mi Madre!...

            ¡Oh, Padre de las Misericordias! Unido a Jesús y por medio de María, mi Madre, pongo en vuestras Manos mi espíritu –y tengo la intención y el vivo deseo de poner también en ellas, a cada instante, todas las almas de la tierra, a fin de que mostréis a cada una de ellas el maravilloso poder de vuestro Amor Misericordioso, que sabe transformar de tal modo las almas.


            Haced con todas el oficio de Salvador, transformando en Santos y elegidos a los más grandes pecadores.

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).

viernes, 17 de junio de 2016

"6ª Palabra: “Todo se ha consumado”.

Últimas palabras de Jesús en la Cruz

Palabras de Amor

6ª Palabra: “Todo se ha consumado”.

            En esta breve frase: “Todo está consumado”, muestra Jesús todos los excesos de su Amor realizados. Amó a los suyos hasta el fin. – Todo está consumado por el Amor y para el Amor, nada más le resta ya.

            Lo ha hecho todo, lo ha dado todo; siendo Dios como es, no podría hacer más. Todo cuanto ha podido y querido hacer, lo ha hecho…

            Jesús quisiera que nosotros pudiéramos también decirle: “Todo se ha consumado”; y a este fin desea que nos dejemos consumir por el Amor, en el Amor y para el Amor.

            La consumación se realiza cuando el sacrificio se ha terminado. – Jesús ha consumado su sacrificio en el Calvario; pero todos los días (y en cierto modo, de manera más completa aún), se renueva su consumación en la Santa Misa, donde Él mismo se da en alimento, por medio de la Sagrada Comunión… Porque, en la Misa, no se renueva solamente la inmolación de una manera incruenta, sino que se da realmente al alma bajo las santas especies eucarísticas. ¿Puede caber una consumación más real que esa entrega de Jesús al alma? – Jesús, Dios-Hombre, viene a nosotros, a nuestra pobre humanidad con su Cuerpo, Alma y Divinidad. – Se da a nosotros como alimento, y nos permite en cierto modo consumir su Santa Humanidad, que se rebaja a seguir la suerte de los otros alimentos materiales: su destrucción… De modo, que al desaparecer también la Santa Humanidad que había penetrado en nuestro pecho, y queda como consumida por su pobre criatura[1]. ¡Qué misterio tan incomprensible es este de la consumación de Jesús en el alma del cristiano! Misterio de Amor, en el que Aquél que es recibido y consumido miles de veces en todos los lugares de la tierra, no deja de ser el Mismo siempre viviendo continua y realmente.

            ¡Misterio que no podemos comprender y que arrebata de admiración hasta a los mismos Ángeles!...

            Consumación por la unión más íntima y completa, unión sobrenatural de Dios con nosotros, – la cual tiene por fin nuestra consumación recíproca en Dios, derramándose Dios en nuestra alma y perdiéndonos nosotros en Él, para que su vida absorba la nuestra, en cierto modo, y que se verifique la palabra de San Pablo: “Vivo; mas no yo, sino Jesucristo en mí” (Gal., II, 20). “Vosotros en Mí y Yo en vosotros”, dijo Jesús en la Última Cena, después de la primera de todas las Comuniones. – “Y Yo en ellos, a fin de que sean consumados en Uno”.

            Y para que se realizase este gran misterio de consumación, fue preciso que Cristo padeciese y muriese. Por eso antes de pronunciar su última palabra, que será también el último acto de consumación y de entrega a su Eterno Padre, Jesús nos manifiesta la resolución de su voluntad y abraza y acepta en aquel momento todos los Consumatum est, futuros eucarísticos…

            ¡Lo he dado todo sin reserva alguna!

            Debemos, pues, nosotros proponernos hacerle continua donación de todo nuestro ser, minuto por minuto; ya que estando sujetos al tiempo, nuestra consumación no puede ser sino el fruto de la ejecución de actos incesantes, reiterados, de anonadamiento, perdiéndonos continuamente en Dios, que no pueden hacerse sino movidos por una gracia muy particular que de lo alto nos viene.

            El Espíritu Santo es, en efecto, el Consumador de toda nuestra vida sobrenatural:

            Consumador de la Unidad Divina, en la Trinidad Adorable;

            Consumador de la Unión Hipostática, en la persona de Jesús;

           Consumador de la unión de la gracia de Jesús en las almas, y de las almas en Jesús.

            Espíritu de Amor, fuego Consumador, lazo divino, que ablanda los corazones más duros, y hace flexibles y dóciles a los más terribles y rebeldes.

            Y alcanzando el alma mayor docilidad, por el renunciamiento de sí misma, bajo la acción del Espíritu Santo, –como hemos visto ayer, – y derramándose de momento en este momento por medio de María, en el ardiente horno de fuego del Corazón de Jesús, es consumida por el Amor Misericordioso.

            Pidamos constantemente para todas las almas la gracia de responder plenamente al Amor de Nuestro Salvador, para que cada una, en la medida de sus gracias, de sus dones y de lo que el Señor le pide, pueda decir con plena confianza en la hora de la muerte: “Todo está consumado”: – ¡He cumplido fielmente, Dios mío, vuestra voluntad en la Tierra!

            Para conseguirlo, recurramos siempre a María durante todo el camino de la vida, para que esa buena Madre nos obtenga tal efusión de Amor Misericordioso en nuestros últimos momentos, que logremos dar a Dios en ellos, aquello que por nuestra fragilidad, debilidad o malicia le hubiésemos escatimado.

            ¡Señor mío y Rey mío! Mi alma se entrega sin reservas a vuestras misteriosas operaciones por medio del Corazón Inmaculado de María. – No puedo nada sin Vos, porque no soy más que nada y miseria… Dadme lo que Vos queráis que os dé. – Formad en mí lo que en mí queráis hallar, a fin de que podáis sacar de mi pobreza y ruindad toda la gloria y la complacencia que esperáis de mí y que pretendisteis al crearme.

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).




[1] Entiéndase que en la Eucaristía la presencia de Jesucristo depende de la condición de la existencia de las especies Sacramentales. Pero por la Comunión no es Jesucristo, Pan de Vida, quien se destruye en cierto sentido, como convirtiéndose en el que le recibe; sino al contrario: quien lo recibe se convierte o muda en cierto sentido en Jesucristo: “No me mudarás en ti como el alimento de tu cuerpo; sino que tú serás mudado en Mí”; dijo el Señor a San Agustín, y lo aprueba la Iglesia consignándolo en el Oficio Divino. – (Nota del Traductor).

miércoles, 15 de junio de 2016

"5ª palabra: “Tengo sed”

Últimas palabras de Jesús en la Cruz

Palabras de Amor

5ª palabra: “Tengo sed”

¿Qué haríamos nosotros, si al lado de un moribundo, le oyésemos exhalar esta desgarradora queja: “Tengo sed”? — Correríamos enseguida a buscar la bebida necesaria pata calmársela, trataríamos de llevarle a cualquier precio y molestia. por lo menos, algún sorbo de agua.

Desde lo alto de la Cruz sangrienta exclamó Jesús: “Sed tengo”. —  Su sed es devoradora; y al cabo de tantos siglos, no ha sido aún apagada; al contrario, parece con el transcurso de los tiempos, va también en aumento, la sed de Jesús; por lo menos, sus manifestaciones más apremiantes, más reiteradas... su llamamiento más explícito que entonces.

Ya lo dijo a Santa Margarita María: “Tiene sed de ser amado de los hombres”. Después se lo repite a una de sus almas privilegiadas: “¡Ámame, al menos tú! ¡Ámame! ¡Tengo tanta sed… tanta necesidad de amor!”… Y ¡cuántas veces no nos lo hará escuchar también en lo íntimo del corazón!...

“Tiene sed de amor”... Pero ¡que poco amor encuentra su Corazón para saciarla! ¡Qué lejos están las almas de darle la suma de amor que Él espera de ellas! El amor propio anida dentro de nuestras almas, combatiendo al amor de Jesús, e impidiendo que se adueñe del corazón de sus criaturas, que a veces, se encuentra tan lleno de afectos terrenales, que no queda lugar para el amor límpido y transparente del Corazón de Jesús; o tan saturado de acritud y amargura, de desafectos, envidias y rencores... que, al decir a Jesús : “Yo os amo” … no es amor lo que le ofrecemos para aliviar su sed, sino más bien la esponja empapada en hiel... que Jesús rechaza, después de haberla probado.— ¡Oh, qué pensamiento tan desconsolador y tan real!: Jesús no rechaza a los que a Él vienen, no se negó en principio, ni aun a gustar de la traidora esponja, como tampoco rehusó el beso de Judas… como tampoco rechaza nuestras ofrendas ni nuestras plegarias...!

Pero ¡cuántas veces no recibe sino desengaños su Corazón!... – ¿Le ofrecemos acaso lo mejor que tenemos? ¿No son nuestros sacrificios como los de Caín, sacrificios ofrecidos de mala gana, de lo peor, – de lo menor que podemos ofrecerle?... Examinemos a fondo nuestras limosnas; las ofrendas que hacemos a Jesús en la persona de los pobres… – ¿Y en cuanto a nuestras plegarias?... ¿no las hacemos las más de las veces con el único fin de alejar de nosotros el sufrimiento, el trabajo o la violencia, buscando la propia complacencia, la estima y el afecto de los demás? ¡Qué de veces, ignorantes o ciegos, pedimos al Señor, precisamente lo que ha de ser obstáculo para unirnos con Él!

Semejantes plegarias no pueden aplacar la sed de Jesús.

Jesús tiene sed de Amor, sed de amor bajo todas sus formas… Sed de ternura, de generosidad, de abnegación. Sed de Amor para su Corazón, para su Eucaristía, sed de Amor para los suyos, para los que sufren. Esa es la sed que más le consume… Y ¿qué hacemos nosotros para aliviar su sed?

La mayor parte de las veces, apegados a nuestra naturaleza y guiados por nuestro egoísmo, no nos conmueve nada lo que afecte a los demás, a menos que medie en ello algún interés personal o alguna satisfacción propia.

Examinemos, pues, seriamente y veamos, si en nuestro trato con el prójimo es siempre la caridad el móvil de nuestros actos; y si no brotan a menudo de nuestra nada y miseria fogaradas de vanidad, egoísmo o envidia, buscando siempre, visible o secretamente, lo que pueda satisfacer nuestros propios deseos.
       
No será esto lo que mitigue la sed de Jesús.

Para saciarla, debemos despojarnos de nuestra propia voluntad, de nuestras propias miras, de nuestros propios anhelos. ¡Cuántas veces somos duros e inflexibles como el hierro! Y ¡qué ocasiones tan propicias serían esas para poder apagar, con vencimientos propios, la sed de Jesús!

Tiene también sed de almas inocentes como los niños: sencillas y puras, dóciles y flexibles bajo la acción de su santa voluntad. ¡Jesús está sediento de sus sacrificios!

Pero precisamente porque es el Amor Misericordioso, tiene verdadera sed de remediar miserias. ¡Esa es su mayor gloria!

Entreguémosle, pues, todo cuanto somos y tenemos, pero démoselo por medio del Corazón Inmaculado de María, nuestra Reina y nuestra dulce Madre.

Así lograremos agradar al Hijo y a la Madre; y nuestras miserias presentadas por María, ¡con qué agrado serán recibidas!... ¡hasta las cosas que les son más opuestas, resultarán a medida de su agrado! Si en medio de las torturas del Calvario, alguno de los soldados, compadecido de Jesús, hubiese sentido deseos de ofrecerle algo; y no teniendo más que hiel a la mano, se hubiera acercado a María para presentársela, confiando en que su bondadoso Corazón, sabría comprenderle, y apreciar el sentimiento que tenía de no disponer de otra cosa, que poder ofrecerle… ¿podremos creer que María, por cuya intercesión convirtió Jesús el agua en vino, no emplearía todo su valimiento para que aquella hiel dejase de ser amarga y pudiese contribuir a calmar la sed de Jesús?... ¡La sed de su Corazón!

No hagamos, pues, nada sin María, puesto que es nuestra Madre, como nos lo dijo Jesús. Acudamos a Ella en todo; no hagamos nada sino por medio de Ella; que todo pase por sus benditas manos (que es el verdadero secreto del amor) y pongamos en Ella las llaves y la custodia de nuestro hogar, dejándola que disponga de todo lo nuestro como mejor le agrade: Ella hará que todo sirva para consuelo y alivio de su Jesús… de su Divino Hijo.

¡Oh, Amada Madre mía! Mi corazón se deshace de amargura ante ese grito desgarrador del Corazón de Jesús: “¡Sed tengo!”. Permitid que a mi vez yo haga una resolución decidida, a manera de testamento que exprese mi última voluntad: en mi HABER, yo no tengo nada propio, más que defectos y miserias, aparte de eso, si hay algo en mí, de Jesús lo he recibido…

Renuncio gustoso a la propiedad de todos mis bienes, y de todo lo que pueda recibir en vida y en muerte; añado a ello todo lo que de vuestro amor puedo hacer mío, todo lo doy a mi dulce Madre la Virgen María, por el tiempo y la eternidad, a fin de que Ella disponga de todo como le plazca y lo convierta en bebida de Amor para templar la sed de Jesús.

Renuncio al uso y a la disposición de todo cuanto soy y tengo, y no quiero servirme de mis bienes sino por medio de María, con dependencia del Espíritu de Amor, a quien suplico obre en mi alma, en unión de María, para que constantemente sepa yo conformarme con la voluntad del Padre, como Jesús; puesto que ya queda demostrado que el alma más dócil y pronta a corresponder a los deseos de Jesús (a pesar de su nada y miseria) –presentada por María– será la que más alivie al Amor Misericordioso del Corazón de Jesús… Firmado: X… pobre miseria.

¡Oh, Rey mío, consumido de Amor! ¡Abrasadme en amor vuestro por medio de María!


(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).

martes, 14 de junio de 2016

"4ª palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

Últimas palabras de Jesús en la Cruz

Palabras de Amor

4ª palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

            Todo cristiano en la tierra debe reproducir algún rasgo de Jesús, un rasgo de su Corazón adorable. A los que más ama les da una parte más íntima de sus dolores. – De todos sus sufrimientos personales, el más penoso fue, seguramente, el desamparo y abandono del Padre, cuando, después de haber hecho y sacrificado todo por Él, buscando únicamente su gloria, ve que el Eterno Padre parece haberle desamparado, abandonado, tratado como verdadero delincuente…

            Había prometido su Reino a un ladrón convertido, y su Padre parece cerrarle las puertas del mismo Reino a Él… al que todo lo ha hecho para  de restablecerlo ¿Qué hace Jesús en esa espantosa angustia?...

            En el paroxismo de su dolor –dolor que excede a todo dolor, como su amor excede a todo amor–, exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?”… ¡Oh, cuán luminosa y profunda es esa pregunta con apariencias de divina queja! No es el por qué de reproche o de curiosidad, sino el de amor, que indaga la voluntad del Padre para cumplirla.

            ¿Por qué?... ¿quería significar: “¿por qué causa me habéis abandonado?”… o “¿cuáles son vuestros designios de amor en estas circunstancias?”.

            ¡Oh, no! Es un “por qué” que busca la respuesta, no para darse satisfacción a Sí mismo, sino para dársela más completa a su Dios…

            Y la respuesta divina se oyó en el silencio… Jesús debía continuar su obra en nombre de toda la humanidad. Dentro de su Corazón, llevaba a todos los que viven bajo el peso de ese amargo y extremo sufrimiento. ¡Era preciso que en aquella hora consumase lo que le había hecho venir a la tierra!, que procurase aún más la gloria del Padre, y le diese la prueba más grande de amor, por el acto más sublime de confianza y de abandono que una criatura puede practicar: la total entrega de Sí mismo a las disposiciones del Padre.

            Fue como si dijera dirigiéndose a su Padre: “En vano parece que me habéis abandonado; Yo estoy tan seguro de Vos ¡Padre mío!, que en vuestras manos entrego mi espíritu”.

            Este abandono, esta entrega absoluta y ciega, es la que proporciona a Dios una gloria inmensa.

            En todas las circunstancias de nuestra vida debemos recordar esa misma divina pregunta: ¿por qué me presentáis o por qué permitís esto, Dios mío?... ¡Ah, ya lo sé: por vuestra gloria! – pero, ¿cómo procuraré yo esta gloria?... Con una plena confianza en Vos, acomodándome por completo a vuestras disposiciones, independientemente de toda humana consideración y sentimiento, sin atender para nada la propia conveniencia, ni mirar las ventajas o contratiempos que puedan sobrevenirnos.

            Se trata, únicamente, de complacer a Dios; sin permitirnos voluntariamente la menor desconfianza, la menor duda; porque esto es lo que más le ofende. El mejor sostén para el alma en medio del sufrimiento lo constituyen la obediencia y la fe; aquella sosteniendo y fortaleciendo a ésta.

            Fortalece igualmente al alma apenada la divina promesa: promesa auténtica hecha por Jesús mismo, para sostener viva e inquebrantable la fe: “De tal modo amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, a fin de que todos cuantos crean en Él no perezcan, sino que alcancen la vida eterna”. (Joan., III. 16).

            La vida eterna, es la que promete Jesús a todos los que crean en Él, en el Hijo de Dios, Primogénito del Padre.

            ¡Oh! Yo creo – yo creo que este Hijo Amado no hace más que lo que ve hacer al Padre, que todo es Amor y Misericordia como el Padre –; que ha recibido el poder de dar la vida a aquellos que crean en Él – que no perderá a ninguno de los que su Padre le ha dado –, que no rechaza a ninguno de los que a Él vienen –, y que nadie puede venir a Él, si el Padre no lo atrae. Luego, aquel que es atraído por el Padre, pertenece al Padre, es dado al Hijo por el Padre.

            Por tanto si viniese a inquietarme esta terrible perplejidad y angustia, exclamaré abismándome en el Amor Misericordioso: ¡Oh, Jesús, que me habéis amado hasta la muerte, hasta la Eucaristía, yo creo en vuestro Amor Misericordioso para conmigo! Yo creo en Vos, ¡oh, Jesús-Rey!, creador del mundo, que habéis venido para rescatarnos ¡Acordaos que soy vuestro hijo, la obra de vuestras manos –, el precio de vuestra Sangre!

            ¡Gloria, alabanza, honor os sean dados, oh, Cristo Redentor nuestro!

            ¿Podría rechazar un Padre a su hijo, sobre todo si ese hijo no busca más que la gloria de su padre?...

            Pero en vano razona y discurre el alma, en esta perplejidad. – Las palabras que la sostienen, tanto en medio de los sufrimientos, para sobrellevarlos, como en las alegrías, para santificarlas, son aquellas palabras de nuestra Religión Católica, que implica la caridad universal del Corazón de Jesús: “En nombre de todas las criaturas".

            ¡Qué palanca es para el alma ese celo por la gloria de Dios: la caridad con sus hermanos! El alma ve que hay en el Universo miles y miles de almas, presas de tentaciones; tentadas por el desaliento, el temor, la duda, la desesperación, – ve tanta gloria de Dios, arrebatada por esta pobre humanidad a su Rey soberano… que no puede menos de sentir la necesidad imperiosa de entregarse cada vez más ella misma, multiplicando sus manifestaciones, sus protestas, procurando a Aquel a quien ama, toda la mayor complacencia y el mayor goce posible, aún a costa suya, aún pasando por encima de sus propios intereses, sus propios sentimientos!

            “Aunque me quitase la vida –decía el Santo Job– todavía esperaré en el Señor”. – y San Francisco de Sales decía también: “Aún cuando no tuviese pensamiento alguno de confianza en Vos, creería que sois mi Dios y que soy todo vuestro; me abandono totalmente en vuestras manos”. Porque no es necesario sentir esa confianza, basta que se quiera y se procure sentirla. Lo que Dios mira, es la voluntad del corazón.

            ¡Oh, Rey mío adorable! ¡Soy todo vuestro y tengo plena confianza en vuestro Amor Misericordioso!

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).

lunes, 13 de junio de 2016

3ª Palabra: “¡He aquí a tu hijo… He ahí a tu Madre!”

Últimas palabras de Jesús en la Cruz
Palabras de Amor

3ª Palabra: “¡He aquí a tu hijo… He ahí a tu Madre!”

Jesús no solamente nos da participación en su Reino, sino que llega hasta a darnos también lo que más ama en el mundo: ¡su Madre, su santa Madre! Nos la da… y nos da a Ella… como para reemplazarle… Y aún sentimos nosotros a veces envidia de nuestros hermanos… como si temiésemos que el afecto o las distinciones que reciben de Dios o de los hombres vayan a disminuir el que se nos debe.

¡Oh, cuán bello, noble, desinteresado, puro y grande es el amor de Jesús! Ese Amor que se olvida de si mismo, para consolar, para hacer bien, para aliviar, fortalecer y proveer las necesidades ajenas, sin acordarse para nada de sus propios sufrimientos. ¡Qué hermoso modelo tenemos en Él!

Junto a la Cruz de Jesús permanecía su bendita Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, con María Magdalena. – Jesús, al ver a su Madre, y cerca de Ella al Discípulo Amado, le dice: “Mujer, he ahí a tu Hijo”.

            Sumergida en el dolor, impotente para aliviar a Jesús, pero íntimamente unida al alma de su Hijo, María está allí, adherida a la voluntad del Eterno Padre, ofreciendo su amantísimo Hijo y ofreciéndose Ella misma en Él, con Él y por Él por todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas.

            Estaba allí María, Virgen-Sacerdotal, Virgen-Hostia… Sacerdote-Hostia…; porque, en efecto, ¿qué es lo que constituye, no el carácter esencial, sino el carácter espiritual del Sacerdote?... Indudablemente la oblación del sacrificio: no de un sacrificio cualquiera, sino del sacrificio ofrecido al mismo Dios: sacrificio de oración, de reparación, de acción de gracias y de impetración, en nombre de la humanidad entera…

            Todos los sacrificios de la antigua Ley no eran más que figura de la Nueva Alianza, sellada en el Calvario con la Sangre del Cordero inmolado por la Salvación, por amor nuestro…

Tanto es así, que podemos clasificar a los Sacerdotes en tres órdenes:

            Los de la Ley Antigua, que habían recibido el carácter sacerdotal y ofrecían lo que era símbolo o figura; los Sacerdotes de la Nueva Ley, Sacerdotes de Jesús, que son consagrados por el Sacerdocio del Orden, para ofrecer el Divino Sacrificio y ejercer las funciones del ministerio sagrado, distribuyendo los Sacramentos, haciendo practicar la Ley Divina, y enseñando a las gentes: y finalmente, las almas Sacerdotes, que no teniendo el altísimo honor de haber recibido el carácter sacerdotal, han recibido, sin embargo, su espíritu, de una manera tan admirable, que la vida de esas almas es una perpetua ofrenda de Cristo y de sí mismas en Él, -como María–.

La vida de Cristo ha sido una perpetua inmolación, una perpetua vida de Hostia (Víctima), así lo es también la de María; sacrificio incesante, inmolación perpetua… – Viendo al Rey de Amor pendiente de la Cruz, víctima de los más excesivos tormentos, cubierto de oprobios, se produce en esas almas una transformación en todo su ser; sienten ellas también vivas ansias de sufrir; consideran la humillación como una gracia de la que no son dignas; llegan a estimar lo que el mundo desprecia, y menosprecian lo que él estima, cifrando su gloria en participar de los dolores, repulsas y desprecios de su Rey de Amor Crucificado.
            –El amor le ha obligado a hacerse Hostia, – y allí está como verdadera Hostia de propiciación…

            “No habéis querido Hostia ni holocausto: y Yo he dicho: Heme aquí, Padre mío, dispuesto a cumplir tu voluntad”. (Heb. X, 5-7).

Y la voluntad del Padre le ha conducido al Calvario, y ha sido inmolado cual Cordero inocente.

            Ese mismo Amor hizo a María Virgen-Hostia toda su vida, singularmente en el Calvario; ¡Virgen sacrificada, inmolada a los deseos y a las disposiciones del Eterno Padre! Inmolada a toda vida propia, Virgen anonadada… que vivía, según San Pablo (o más bien San Pablo vivió como María) “no ya Ella, sino Jesús en Ella”, por su Espíritu de Amor y su vida divina.

            Esa vida de Hostia o víctima, esencial a Jesús-Eucaristía, es también por imitación, por participación y por sobrenatural realidad, la vida de ciertas almas, que reproducen en sí mismas, de un modo particular, la vida de María; como María reproducía la de Jesús: Hostia desde su Encarnación hasta su consumación en el Calvario, y que perpetúa su estado bajo los velos eucarísticos, donde viene a tomar el nombre de Hostia Santa.

            Si María es víctima con Jesús, como Jesús, por Jesús, en unión de Jesús y en Jesús… también es la Virgen Sacerdote según ya hemos visto. – Su vida es todo humildad, todo amor… y la expresión de esta humildad, de este amor, es la ofrenda. Quisiera dar a su Dios, todo lo que se merece… y en su impotencia, toma en sus manos el “Don Divino”, (que es su propio Hijo) el Don de Dios, y lo ofrece al Padre…

            –Aprendamos, pues, de Ella, a decir nosotros también: “Padre Santo, os ofrezco a Jesús, vuestro Hijo muy Amado”… (Ofrezcámosle por medio del Corazón de su Inmaculada Madre).

            “Y me ofrezco yo a mí mismo”. Sí, os ofrezco todo lo que yo soy, lo que tengo – todo lo que me habéis dado, yo os lo presento como homenaje de amor–, pero como no soy más que polvo y miseria y todo cuanto hay en mi está corrompido…

“Yo me ofrezco a mí mismo en Él”… perdido como un átomo en Él, como una gotita de agua amarga en un océano infinito de dulzura…; “con Él”…, esto es, unido a Él…; y “por Él”… que es el camino… puesto que nadie puede ir al Padre ni ser recibido del Padre sino por Él…

            “A todas sus intenciones”… porque la Santísima Virgen, Sacerdote–Hostia, no tiene otras intenciones que las de su Hijo, –pero todas las intenciones de Jesús son suyas–, y todas las intenciones que Ella puede tener, están comprendidas en las de Jesús y ocupan en Ella el mismo lugar que en el de su Rey Jesús.

            Por tanto, sea cual sea la intención que se presente a la Santísima Virgen, la toma Ella como suya, si es intención de Jesús. ¿Se trata, por ejemplo, de pedir por el Soberano Pontífice?... –  ¿No ocupa el primer lugar en las intenciones de Jesús? – Se trata de los Sacerdotes… De la Iglesia… ¡Son esos sus intereses más preciados!...

            – ¿Se trata de implorar el aumento del número de Santos, de almas de Amor? – ¡Jesús ha venido a encender fuego sobre la tierra!... ¿De los pecadores…? ¿De los agonizantes?... ¡Murió para salvarlos!

            – ¿De las almas del purgatorio?... Se acelera por hacerlas entrar cuanto antes en la beatitud eterna.

            ¿De los niños?... ¡Si son sus preferidos!

            ¿De las almas tentadas?... ¡Vela por ellas con celoso esmero!

            Está deseando escuchar y conceder lo que se le pide, pero quiere que se le ruegue, – que cooperemos para asociar sus criaturas a sus obras para hacerlas contribuir a su gloria.

            ¿No es ésta una manifestación más del exceso de su Amor Misericordioso?
            El alma que participa o que desea participar de las disposiciones de Jesús (como es obligación en todo cristiano), ha de alejar de sí todo sentimiento egoísta, practicando sus actos y plegarias en unión de sus hermanos, en nombre de todas las criaturas, como Jesús…

            Ese es el verdadero espíritu cristiano, católico, universal.

            ¡Qué grande y sublime es la plegaria así practicada!... ¡pero somos tan frágiles, pequeños y miserables!

            Todo es cierto… Pero Jesús nos ha dado una Madre. Le ha dicho a María, mostrándole a San Juan, su Discípulo Amado: “He aquí a tu Hijo”, – y al Discípulo, señalándole a María: “He ahí a tu Madre”… y en Juan, no nombró sólo a Juan, ¡nos nombró a todos!

            Aprendamos de ahí con que filial amor y confianza debemos recurrir a esta dulce Madre, que Jesús nos dio, y a la que hemos sido entregados por Él como hijos.

            ¡Si pudiéramos comprender hasta qué punto se siente obligada María, con esta sagrada palabra!... En ella ve la voluntad expresa de su Hijo, y de su Dios. Voluntad a su vez, también del Padre, puesto que Jesús nos dice, no hace más que lo que dice y hace su Padre… Y ¡qué bien cumple María, la voluntad del Padre!... ¡Con qué seguridad podemos decir, pues, realmente: “María es mi Madre”, –no solamente porque la bondad de su Corazón la incline hacia nosotros, sino por obligación de su propia condición de Madre, que Jesús le concedió: –¡Qué podré, pues, temer, siendo la Santísima Virgen tan sabia, poderosa y buena!... “Mater Misericordiae” – ¿Qué no hará una Madre por su hijo? – ¡Es un amor de tanta abnegación, que sobrepuja a todo amor, a toda abnegación!...

            –María nunca falta a sus deberes de Madre; en cambio, yo… ¡cuánto y cuán frecuentemente falto a mis deberes de hijo!

            Me la dio por Madre Jesús, con su Corazón amante, llevado de su Amor Misericordioso. ¡Cuánto no deberé amarla… siendo, como es, la mejor de las Madres, la misma que tuvo Jesús!... ¡Oh, Jesús, enseñadme a mirar verdaderamente a María como mi Madre!

            ¡Oh, María! ¿Qué contraste entre Jesús y este miserable hijo vuestro!... Vuestro primer Hijo fue el santo Niño, ¡yo soy el hijo miserable! – Pero Vos y yo ¡amada Madre mía!, somos ya para siempre uno del otro por el legado del Corazón de Jesús, en su última hora. – Y ¡qué inviolable y sagrado es este testamento de los últimos instantes! ¡Fruto de un amor que a ambos abrasaba, y recibido en una herida que a los dos hería!...

            Si un hermano, un amigo, antes de morir me hubiese entregado a su madre por madre, y me hubiese dicho: “Se tú ahora su hijo… súpleme junto a ella…” lo consideraría yo como un deber, como una promesa sagrada… y, sin embargo, aun no he sabido apreciar esas mismas palabras de Jesús moribundo, entregándome a su propia Madre como hijo ¡y dándomela a mí por Madre!...

            ¡Con qué ligereza lo he considerado!

            ¡Oh, María! Vos no habéis cesado de ser siempre mi bondadosa Madre. ¡Sea yo ahora vuestra verdadera hija, y enseñadme a ser como Vos, según los deseos de Jesús, oh, mi buena Madre!


            ¡María, Madre del Rey de Amor, y Madre mía, hacedme verdadera hija vuestra!

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica.