sábado, 18 de junio de 2016

7ª palabra: “Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu”

Últimas palabras de Jesús en la Cruz
Palabras de Amor

7ª palabra: “Padre mío en tus manos encomiendo mi espíritu”

            Después de haber rogado por sus verdugos e implorado su perdón, –prometido el Cielo al buen Ladrón, y haber dado el Discípulo a María, y Ésta a Juan y a todos nosotros por Madre; –y habiendo experimentado el abandono del Padre, y la más devoradora sed, Jesús, declarando que todo estaba consumado, entrega su Espíritu en manos de su Padre, –para servirnos de modelo una vez más, y enseñarnos a hacerlo a nosotros.

            Al nacer, recibimos de Dios junto con la vida corporal un alma vivificada con el soplo divino. ¿No es justo, por tanto, que en la hora de la muerte pongamos el alma y el espíritu en manos de nuestro Creador, para que Él juzgue y disponga de nosotros como guste? – Debemos de reconocerle y confesar de antemano su sabiduría y la equidad de sus juicios.

            ¿Hemos reflexionado alguna vez en este acto de la entrega del alma en manos de Dios en el momento de la muerte, y hemos comprendido jamás lo justa y natural de esta entrega? Por poco que el Espíritu Santo ilumine nuestra alma, nos sorprenderá la sabiduría y al mismo tiempo la sencillez que se desprenden de todas las palabras y de todos los ejemplos de Jesús; bien se ve que es el conjunto de todas las perfecciones. En todo lo que ejecuta, no hay ni exceso ni exageración; nada que no podamos hacer o practicar nosotros, con la ayuda de la gracia, ¡si queremos!... ¡si amamos!... – ¡Qué Escuela tan incomparable la del Rey de Amor!...

            En los días precedentes hemos discurrido sobre la manera de vivir bien; veamos hoy como aprenderemos a bien morir.

            Ya hemos visto cómo debemos conducirnos con nuestros enemigos cuando estamos penetrados de la Santidad de Dios y de nuestra miseria… cuál deberá ser también nuestro comportamiento como hijos de María, la más bondadosa, buena e incomparable Madre que Jesús nos dio; –cuál nuestra conducta en los desalientos y angustias, –qué celo debe haber en nuestro corazón por la gloria divina, tendiendo siempre a poder decir en todas nuestras acciones, día por día, hasta el momento supremo: “Todo está consumado”: –no me he reservado nada; –cuerpo y alma, ¡todo lo he dado!...

            –Jesús, en su última palabra, nos recuerda ahora que la vida no es más que un paso que en la hora de la muerte nos encontraremos entre las manos de un Padre Omnipotente, todo justicia, pero también todo Misericordia. Nos enseña también, que para caminar en la senda de la verdad, basta que nos pongamos como niños entre las manos de nuestro Padre, que nos ama.

            ¿No dijo Jesús a Santa Margarita María: “¿Puede perecer entre los brazos de un Padre Todopoderoso una criatura a quien yo amo tanto como a ti te amo?”.

            Esta palabra de amor nos la dirige también a cada uno de nosotros. –Meditémosla  a menudo durante nuestra vida, para que sea nuestra íntima disposición en el momento de la muerte.

            – ¿No dijo también el Divino Redentor en su Evangelio que el Reino de los Cielos estaba reservado a los niños y a los que a ellos se asemejaren?...

            Esta entrega sencilla, desinteresada, es un acto de infancia espiritual, que agrada sobremanera y llena de gozo al Corazón Sacratísimo de Jesús, del Rey de Amor. –Porque ¿dónde podrá colocar nuestro Padre al que se entrega en sus manos, sino en su amoroso Corazón? Ponerse en manos de Dios, es el acto mayor de confianza que podemos hacerle. Jesús ha dicho, en efecto, que la mayor prueba de amor consiste en dar la propia vida por sus amigos, y ¿no sacrifica su vida al Rey de Amor a Aquél que se da a sí mismo el nombre de “Amigo” divino, todo el que pone en las divinas manos su propio espíritu, cuya separación del cuerpo constituye para éste la privación de la vida? – Entregar el alma en manos de Dios, es el acto del más perfecto abandono: – el hombre aceptando con santa indiferencia que el Padre disponga de su alma como mejor quiera; sea que la devuelva a su cuerpo, –que la coloque en el Purgatorio o en el Cielo… ¡poco importa! – Si nos atrevemos a hablar así, es porque el alma se encuentra como asegurada, no por sus méritos, sino por las palabras de Jesús en el Evangelio, y asegurada también por su fe y su confianza absoluta en el Corazón Misericordioso de Jesús, – creyendo firmemente que siendo Dios el mejor de los Padre, y habiéndola amado tanto cuando aún era su enemiga… habiéndola seguido y atraído con tanto amor… no la rechazará ahora cuando vuelve a su Hijo, al que fue dada por el Padre; – y está asegurada de haberle sido dada por el Padre, porque ella viene a Él, se entrega a Él con amor y con fe; y eso no podría hacerlo si el Padre no la hubiese atraído. ¡El alma que se entrega unida a Jesús, entre las manos de su Padre, no perecerá jamás!

            Además, ¿no tenemos por Madre a María?... ¡Pues un siervo de María, un hijo de María, no puede pereceré!...

            –Por otra parte, Aquel que dio como ejemplo de su Corazón al padre del hijo pródigo, ¡qué recibimiento no dispensará a su hijo, aunque sea culpable, si se arrepiente y vuelve a Él; y aunque sea en el último instante de su vida, le dice, profundamente humillado: “¡Heme aquí, Padre mío Misericordioso! – he pecado mucho, no soy digno de ser llamado hijo tuyo, pero “en tus manos encomiendo mi espíritu”… sea cual fuere el juicio que yo merezca, y la sentencia que Vos me deis, conozco demasiado la bondad de vuestro Corazón, y sé muy bien que a aquél que viene hacia Vos, como hacia su Padre, lo recibiréis como a verdadero hijo, con Misericordia infinita; lo tratareis con incomparablemente menos rigor que el que tan justamente haya merecido. “¡Oh, Padre bondadoso y clemente!”…

            ¡Qué gozo debe ser en el Cielo para el Eterno Padre, para Jesús, para el Espíritu Santo y para nuestra amada y tierna Madre María, lo mismo que para los Ángeles y los Santos, recibir en su seno –en el Reino de Dios– en la Jerusalén celestial –(o en el Purgatorio donde el alma se prepara purificándose), a un ser amado, rescatado de la muerte, libre ya de las ocasiones de pecar y de las pruebas de la vida –que viene a tomar posesión (inmediata, o por lo menos futura, pero desde luego ya segura) de la beatitud eterna!

            ¡Qué consoladora es la muerte, así mirada! No es más que la continuación de lo que debe ser nuestra vida: tal vida, tal muerte. Y si ésta debe ser una entrega total de nuestra alma en las manos de Dios ¡con cuánta más razón deberá ser otro tanto nuestra vida!

            Sí, ¡Jesús mío! Yo así lo comprendo, mi vida debe de ser toda ella como la de un niño que ama y se siente amado, y que confía en todo momento todo su ser y cuanto hace a su bondadoso Padre, –aún después de sus faltas, de las que se siente sinceramente arrepentido, –y sea cualquiera la conducta exterior de su padre, a pesar de sus aparentes desvíos, frialdades o abandonos… Sí vemos a Jesús abandonado de su Padre… ¿cómo podremos asombrarnos de que esta pobre miseria sufra la misma prueba y el castigo de su pecado? Es como el padre que se esconde para probar el cariño de su hijo; o que le enseña la vara para que el hijo se acerque más todavía y recibir de él mayores pruebas de amor!

            ¡Oh, Jesús mío! Por vuestra preciosa muerte dignaos concederme en todos los instantes de mi vida y en el de mi muerte la gracia de estar siempre entregado a vuestras manos, como un niño en los brazos de su padre. –Escucho atento y me parece oír vuestra respuesta en el interior de mi corazón, diciéndome que “así será, si soy todo caridad”. Porque esta virtud es la que nos hace verdaderos hijos de Dios. La caridad será la que sostenga mi confianza en el día del juicio. En aquel día no puedo presentarme sin obras de caridad misericordiosa, porque el Padre no me reconocería por hijo y yo mismo me atraería el rigor de su justicia.

            La muerte es sencillamente el velo que se descorre; el alma quedará fija para siempre en el estado, o en el grado de amor y de unión en que la muerte la encuentre.

            ¡Oh, Rey de Misericordia y de Amor! Haced que el último acto de mi vida sea objeto de vuestra complacencia y motivo de triunfo de vuestro Amor Misericordioso. En la Cruz sacrificasteis al Padre un día vuestra vida por mí y continuáis sacrificándola en la Sagrada Eucaristía, Vida por vida, Amor por amor.

            ¡El Rey de Amor es mi Padre!

            ¡María es mi Madre!...

            ¡Oh, Padre de las Misericordias! Unido a Jesús y por medio de María, mi Madre, pongo en vuestras Manos mi espíritu –y tengo la intención y el vivo deseo de poner también en ellas, a cada instante, todas las almas de la tierra, a fin de que mostréis a cada una de ellas el maravilloso poder de vuestro Amor Misericordioso, que sabe transformar de tal modo las almas.


            Haced con todas el oficio de Salvador, transformando en Santos y elegidos a los más grandes pecadores.

(Del "Mes del Rey de Amor". Con licencia eclesiástica).